martes, 17 de febrero de 2009

Lüge

 “Man muss eine Lüge nur sooft wiederholen, bis man selber daran glaubt”
Joseph Goebbels, ministro de propaganda nazi









"¡Qué calor!" se quejaba la Señora R. mientras pensaba cómo distribuir las bolsas de sus compras para que le pesaran menos. Hacía un par de días que el sistema principal de aire acondicionado del shopping se había roto y no vendrían a repararlo hasta el lunes, así que para ese sábado ya ni se podía respirar bajo aquel denso calor de enero.

La Señora R. decidió no quedarse a ver vestidos para analizar cuál usaría en el casamiento de su hija, total faltaban cuatro meses y ya no soportaba ese calor penetrante. Enfiló hacia la puerta pensando únicamente en subirse a su camioneta, prender el aire y llegar lo antes posible a su casa para quedarse toda la tarde en la pileta.

Pero al cruzar la puerta, además de aumentar más el calor, algo llamó su atención. Un hombre en silla
de ruedas tocaba la guitarra y cantaba "A Hard Day's Night" de Los Beatles bajo ese abrasador sol de verano. Estaba bien aliñado; no se asemejaba a la mayoría de los mendigos que andaban por allí. Pensó que tal vez era sólo un artista expresándose o, quizás, una víctima de una lesión medular o algo por el estilo que le impedía mantenerse erguido (tenía sus dos piernas) y de esta forma buscaba el sustento para su familia. Como fuere, sin dudas tocó su corazón y decidió dejarle diez pesos, a falta de cambio. El hombre sonrió y saludó con su cabeza, sin dejar de cantar.

"¡Cómo se nota que estas viejas no saben qué carajo hacer con la guita, eh!" dijo para sus adentros José Julio, el guitarrista incapacitado para caminar, mientras terminaba su canción y comenzaba con "Twist and Shout", tristemente asociada a Videomatch. Pero pese a sus reniegos, diez mangos eran una buena forma de comenzar el día laboral y permitían ilusionarse con una recaudación importante.

Sólo fue una ilusión, porque en las siguientes cuatro horas apenas logró reunir la misma cantidad que esa señora llena de bolsas le había dejado. Era bastante comprensible, era un día de calor espantoso y nadie querría encerrarse en un shopping sin aire acondicionado. Así que, cansado y con la garganta gastada de tanto cantar decidió dar por terminado el día. Guardó la guitarra en su funda y atravesó el estacionamiento del centro comercial haciendo girar lentamente las ruedas. Cruzó la puerta de rejas y recorrió dos cuadras, hasta llegar a una zona desierta y oscura, con frondosos árboles que cubrían la calle. Ahí tenía estacionado su Fiesta azul. Se acercó, abrió el baúl para guardar la guitarra y, con total naturalidad, se levantó de su silla de ruedras, la plegó, la colocó cuidadosamente en el maletero y caminó firmemente hasta la puerta del auto para subirse y conducir hasta su pueblo a descansar, al otro día había partido de papi.



El sábado siguiente, José Julio salió temprano de su casa. Le había dicho a Manuela, su mujer, que se iba a jugar al golf con los muchachos del pueblo vecino. Se colocó un buen jean, una buena chomba y partió. Manejó rápidamente los 55 km que separaban su casa de la gran ciudad y se estacionó a unas veinte cuadras del centro, en una placita con unas pocas personas tomando sol. Agradeciendo que el astro estuviese más tranquilo que el sábado anterior, sacó la silla de ruedas del baúl y sentado en ella se trasladó hasta la peatonal.

Vio con alegría una gran cantidad de gente paseando, comprando, comiendo. No dudó que sería un gran día para su bolsillo y entró con seguridad a una casa de lotería, narrando sus falsas desventuras: había sufrido una caída de una escalera, perdiendo la movilidad de las piernas y con esto su trabajo como colectivero, así que sólo le quedaba mendigar por las calles mientras su mujer era empleada doméstica para llevar el pan a la mesa.

Evidentemente José Julio tenía un gran ángel, porque compraba a la gente de tal forma que prácticamente hacían cola para para darle monedas algunos, y billetes otros. Aquel sábado se cansó de recorrer cada negocio de la peatonal y salir de todos ellos lleno de dinero que la gente ingenuamente otorgaba, notablemente conmovida por la historia de este hombre de capacidades diferentes que los cautivaba con su vocabulario y carisma.

Tanto tiempo pasaba en cada local, hablando con los dueños y clientes y efectuando su "recaudación", que la noche lo sorprendió habiendo recorrido apenas media peatonal. Se alarmó un poco pensando qué le diría a su esposa sobre la tardanza, aunque instantáneamente apareció la excusa del asado con los muchachos en el golfito.

Ya más tranquilo ahora, fue despacito hasta su auto, disfrutando el paseo en silla de ruedas, contando el dinero que había obtenido, cercano a las cuatro cifras. También se dio tiempo para ilusionarse con el día siguiente, cuando jugaría la semifinal del campeonato regional de papi fútbol.



El por qué de este particular comportamiento de José Julio Zalayeta era un verdadero misterio. Nadie más que él lo sabía, ni su mujer ni sus dos hijas ni nadie en el pueblo, donde era enormemente respetado y capitán del equipo de papi fútbol del club Defensores. No es que necesitara dinero; dueño de la farmacia más grande sobre la avenida principal, tenía un pasar económico más que aceptable. Simplemente, sin que ni siquiera él supiera por qué, cada sábado desde hacía cinco años se levantaba temprano, inventaba alguna excusa a su mujer y se dirigía a la ciudad. Allí, en distintos puntos cada semana, se montaba en la silla de ruedas que había obtenido a través de su negocio y se dedicaba a reunir dinero a fuerza de mendigar dando lástima.



El sábado siguiente arrancó como cualquier otro, con José Julio partiendo a la gran ciudad. Estaba dispuesto a cubrir la otra mitad de la peatonal y volver cuanto antes a su casa para acostarse temprano, al otro día debía jugar la final del torneo y quería estar diez puntos.

Dejó el auto en la misma placita del sábado anterior y se dirigió a la peatonal, donde encontró un panorama similar a su visita previa. Así que sin perder tiempo se adentró en el primer local que tuvo a su alcance.

Continuó con su historia del ex colectivero ahora inválido, con la que siguió cosechando buen dinero. Pero esta vez se entretuvo menos con la gente, estaba apresurado por llegar a su casa y descansar para el partido.

Fue así que terminó rápidamente su labor y sin demorar un instante fue hasta el auto con el que llegó a su casa justo para cenar. Comió liviano y se puso a preparar el bolso para el día siguiente, el gran día, el de la final del torneo regional en el que en numerosas oportunidades había sido artífice de la victoria de su equipo.

Se fue a dormir temprano, y soñó con el gol que haría en el último minuto para arrebatar la copa a Unión y Justicia, el rival de toda la vida.



José Julio Zalayeta despertó a la mañana siguiente entusiasmado. Palpó la cama al lado suyo buscando a su esposa Manuela para un beso de la buena suerte, pero no había nada sobre el colchón más que él.

Quiso bajarse de la cama, pero cayó al piso en el intento.

"Qué boludo, todavía estoy dormido. A ver si me pongo las pilas para el partido." Trató de levantarse del suelo, pero las piernas no le respondían. No es que estuviera cansado o agarrotado: No, no las sentía. Extendió sus brazos para masajearse las piernas, quizá faltara irrigación.

Fue ahí que comprobó horrorizado que lo que faltaba no era irrigación, sino sus piernas. Su anatomía terminaba en dos muñones un poco más arriba de donde deberían estar sus rodillas.

No pudo pensar en nada. Sólo atinó a gritar llamando desesperado a su esposa o sus hijas, pero sólo obtuvo silencio como respuesta.

Resignado y empapado en lágrimas, todavía sin entender nada, se arrastró hasta su auto y a duras penas sacó la silla de ruedas del baúl. Con un enorme esfuerzo se montó en ella y emprendió lentamente el camino al club, deseando no llegar tarde a ver la final.