miércoles, 27 de marzo de 2019

Punto final

Podría decirse que Mario Izñaki era un escritor peculiar. Pero eso sería quedarse corto. Mario Izñaki era una persona peculiar.

La vocación literaria le nació desde muy pequeño. Antes de haber aprendido a leer y a escribir inventaba fabulosas historias, que contaba a sus padres en la cena. Apenas pudo dominar mínimamente las letras, llenó hojas y hojas con trazos torpes que narraban aventuras de exploradores y guerreras. En su adolescencia ganó un par de premios en concursos literarios del barrio y con los años fue puliendo su estilo, hasta convertirse en un escritor reconocido y de un aceptable éxito editorial.

Pero Izñaki tenía un problema: los finales. Desarrollaba con maestría los hechos y sus personajes alcanzaban una inmensa profundidad. Tramas paralelas se entrelazaban y fluían para hacer de sus libros una delicia. Sin embargo, al momento del cierre, siempre le surgían dificultades.

Algunas veces, se encariñaba con los personajes y no quería dejarlos ir. Otras, consideraba que no podía dar un final soso y hollywoodense a historias intensas, en las que había pasado de todo y habían entrado en juego nociones científicas, filosóficas e ideológicas. He aquí su falencia: no encontraba un cierre a la altura de lo que había sido el desarrollo del cuento o de la novela.

Pasados los treinta años, Mario Izñaki descubrió que este aspecto no era más que un reflejo de su personalidad. Esto tendría sentido para aquellos que dicen que se escribe como se vive. El asunto es que él prefería siempre el camino a la llegada. Era un fundamentalista de los procesos, de los recorridos. En la portada de sus cuadernos siempre escribía la misma cita de Stevenson: "To travel hopefully is a better thing than to arrive".

Entre los equipos de fútbol, Izñaki seguía fervorosamente a los que privilegiaban la posesión de la pelota, aunque patearan poco al arco. Siempre celebraba a esos conjuntos de los que se decía que eran "campeones morales", que jugaban bien pero nunca se llevaban el título. Renegaba de los planteos efectistas y sus amigos nunca lo invitaban a jugar porque sabían que con él nunca ganarían.

Sus relaciones amorosas rara vez pasaban del plano de lo platónico. Mario Izñaki había descubierto que una vez que se consumaba el romance, su interés se desvanecía. Entonces, prefería el suspenso de una seducción más o menos directa según el caso, pero que permaneciera en potencia y nunca llegara a ser. Todas las mujeres se cansaron más temprano que tarde de este juego de coqueteo infinito, excepto Esther Meana. Ella, quizá por compartir su desdén por las concreciones, se mantuvo a la espera hasta el final. Nunca llegaron a verse a solas.

Así se comportaba Izñaki en el resto de los aspectos de su vida.

Una tarde, en medio de la frustración por no encontrar un final apropiado para un cuento, probó con una conclusión ligera, poco trabajada. Dejaba varios cabos sueltos y no hacía justicia al crecimiento por el que habían pasado los personajes. Pero aún así le pareció que estaba bien, porque lo que valía era todo el desarrollo anterior, el enlace de las distintas tramas que componían la historia. Estaba seguro de que el lector valoraría eso y no daría importancia al final.

Al poco tiempo, tras ver que eso funcionaba, la calidad de sus finales cayó en una espiral descendente. Los amantes se enfrascaban en largas charlas que no llevaban a nada. Los soldados disparaban desde lejos sin llegar nunca a ver a sus enemigos. Los dioses y los humanos jamás se enfrentaban en una última batalla.

Según Izñaki, esta laxitud le daba más tiempo para dedicarse al nudo de la historia. Ya no gastaba energías en pensar un giro ingenioso para los últimos párrafos y prefería concentrarse en dar profundidad a sus personajes. Como ejemplo basta su novela "La muerte de José Adrover". En sus 1114 páginas narra las desventuras y los cuestionamientos filosóficos del doctor Adrover, quien al final ni siquiera muere.

Hacia los últimos años de su carrera, Mario Izñaki dio un paso más y suprimió totalmente los desenlaces. Sus textos terminaban de un momento al otro, ya que seguía convencido de que su fuerte era un excelente y sólido desarrollo, que cautivaba a sus lectores como el primer día. Hasta que un día, él

lunes, 25 de marzo de 2019

Excusas, motivos, razones

— No te puedo querer — me dice la rubia de ojos tristes —, quiero quererte, sé que me conviene, pero mi vida es un quilombo.
Parece sincera. Su vida de verdad es un quilombo, inmersa en una búsqueda de algo que aún no sabe qué es. Recién lo sabrá cuando lo encuentre, si lo llega a encontrar. O cuando se dé cuenta de que no lo va a encontrar nunca.
Pero mientras habla, pienso: ¿Por qué necesitamos un motivo para dejar a alguien? ¿Por qué la rubia de ojos tristes está intentando justificar el hecho de que no quiere estar conmigo? Gastó energía en eso, en poner en palabras, en dar forma racional a algo que no lo es ni por asomo. ¿No sería más sincero si me dijera "no tengo ganas de estar con vos" o "antes me gustabas pero ahora no" y listo? ¿Cómo lo tomaría yo en tal caso? ¿Debería importarle eso?

miércoles, 20 de marzo de 2019

Todo lo que me parece lindo del mundo me hace acordar a vos. ¿O es al revés?

jueves, 14 de marzo de 2019

Todo mi amor

Lo bueno de esta oficina es que puedo manejar un poco los horarios. Entonces, salgo a comer a las dos de la tarde en vez de a la una, que es cuando sale la mayoría de los que laburan por acá. Parece una pavada, sólo una hora de diferencia, pero se nota.
Puedo caminar más tranquilo por estas calles de microcentro que, apenas un rato atrás, rebalsaban de oficinistas ávidos de comprar su comida en bandejitas por peso o sentarse a almorzar en algún lugar. Fumar un pucho, quizás, aunque ya la gente fuma menos que hace unos años. Sobre todo en invierno.
Calles llenas de oficinistas de levante o desesperados por sacarle el cuero al jefe y descargar la bronca que acumularon durante toda la mañana. Con ganas de contar lo que hicieron el fin de semana o de planear el próximo.
Sin embargo, cuando salís a comer a las dos de la tarde, el paisaje cambia. No queda desierto, claro, pero el ritmo afloja y se pueden hacer caminatas más contemplativas y dejarse llevar por los pensamientos. Todo esto, sin ser chocado de frente por uno que va a toda velocidad, porque se tomó la hora de almuerzo para hacer trámites y no le alcanzó el tiempo para volver a laburar.
Aunque contengan cosas horribles, como bancos o financieras, los edificios del microcentro son hermosos y merecen ser vistos. Así me gusta pasar los mediodías de oficina, caminando y mirando hacia arriba mientras mi cuello roza la tortícolis e intento apreciar los detalles tan de principios del siglo pasado.
¿Puedo adivinar los estilos de las construcciones? ¿Beaux arts? ¿Neoclasicismo? ¿Italianizante? Ante la duda, la respuesta siempre es eclecticismo.
En eso estaba aquel día fresco y nublado cuando una melodía conocida me sacó de mi vagabundeo mental. Dos muchachos con elegantes sombreros entonaban y le sacaban a sus guitarras las melodías de All My Loving, de Los Beatles. Tu canción favorita, esa que cantabas cuando hacíamos día de limpieza en casa y vos trapeabas el living mientras yo me encargaba del baño.
Extrañé de pronto esa cotidianidad, ese día a día en el que compartíamos cosas que podrían parecer intrascendentes, pero también era donde soñábamos nuestros proyectos, nuestros viajes, nuestra vida.
Creía que ya era un tema cerrado para mí, pero me agarró un nudo en la garganta al recordar la tarde en la que me dijiste que ya no querías nada de todo eso. Que para vos era momento de otra cosa, de vivir otras experiencias. De volar.
También se me vino a la cabeza cuánto admirabas a los músicos callejeros. ¿Eso sería esa otra cosa que buscabas? ¿Darle rienda suelta a la fuerza artística que te llenaba el pecho? Los escuchabas desde la empatía, desde ser un par... no había día en el que no les dieras unos mangos a los que tocan la guitarra en el tren, a los que cantan en las calles del centro, a los saxofonistas del subte.
Con el nudo todavía cerrando mi garganta y los ojos húmedos, saqué un par de billetes para dejarles a los pibes en el estuche de la guitarra. ¿Les habrías dado algo vos ya? Ni sabía si seguías laburando en esa empresa a un par de cuadras de ahí. Me di cuenta de que en todo este tiempo nunca nos cruzamos, tal vez porque yo siempre salgo a comer a las dos.
Terminaron All My Loving y un puñado de personas aplaudió. Me acerqué y arrojé suavemente los billetes en el estuche, con todo mi amor. Pero no era para ellos; todo mi amor sigue siendo para vos.

viernes, 8 de marzo de 2019

Querido diario:

Mientras escribo estas líneas, un pequeño insecto que quedó atrapado en los vellos de mi ombligo lucha por sobrevivir, hasta que se rinde. ¿Qué es más absurda? ¿Su muerte o su vida?
¿O la nuestra?

miércoles, 6 de marzo de 2019

Muches de ustedes seguramente conocen al alfajor Capitán del Espacio. Para quienes no, se los resumo así nomás: son unos alfajores hechos en Quilmes que hasta hace pocos años eran muuuy difíciles de conseguir fuera del sudeste del gran buenos aires, lo que acrecentó su leyenda sobre su inigualable sabor y había gente que viajaba a Quilmes especialmente para comprarlos.

Hoy, se consiguen más o menos en cualquier quiosco. Coincidentemente con eso, ya varias veces escuché a gente diciendo que al final no son tan ricos o eran más leyenda que otra cosa.
 
Entonces, podemos pensar esto: ¿puede ser que entonces no fuera tan rico y lo que le daba un sabor especial fuera lo difícil que era conseguirlo?

¿Cuántas cosas se nos antojan geniales, maravillosas, deseables, sólo porque están lejos de nuestro alcance y cuando accedemos a ellas pierden su gracia, como si fuéramos infantes? ¿Es la vida una sucesión de capitanes del espacio que nos obligan a movernos en pos de algo hasta que un día nos morimos?

Igual, para mí están buenísimos.

viernes, 1 de marzo de 2019

Contentos y asombrados, estos ucranianos contaron que gracias a sus viajes vieron por primera vez un esqueleto de dinosaurio. "¿En serio?", pregunté con sorpresa, mientras recordaba la cantidad de veces que fui en mi infancia a museos de ciencias naturales como el Bernardino Rivadavia o el de La Plata. "Claro, ¡en Ucrania no tenemos dinosaurios!". Algo tan normal y cotidiano para nosotros, para los pibes era una maravilla.