miércoles, 29 de julio de 2020

In G Minor

Tanto cuando ando de viaje como cuando soy local, me gusta visitar templos. De cualquier culto. No por una cuestión religiosa, sino por el enorme placer que me produce esa interpretación arquitectónica de la fe. Los distintos estilos, las corrientes y las pequeñas historias que guarda cada construcción constituyen un mundo maravilloso aún para un ateo irremediable como yo.
Pero, a veces, las iglesias me generan satisfacciones más allá de lo arquitectónico. Gastronómicas, por ejemplo.
Paseaba por Melbourne en un octubre en el que la primavera no terminaba de despertar. El viento frío de la tardecita despeinaba y sacarse la bufanda nunca estaba en los planes. Vagando cerca del río Yarra me dieron ganas de chusmear la Catedral de San Pablo, de fe anglicana, ahí cruzando la hermosa estación de tren de Flinders Street.
Al entrar, me encontré con el concierto de un pequeño coro. Justo estaba terminando, pero entonces empezó a tocar una vieja que se mandó un solo de órgano increíble, a la altura de la de Los Simpson que interpreta In-A-Gadda-Da-Vida.
Tras el espectáculo de la vieja, alguien dijo por altoparlante que estábamos todos invitados a bajar al subsuelo a comer. Me tentó, pero me pareció medio ladri aprovecharme de los recursos del Arzobispado de Melbourne para zafar una cena. Pocos segundos después, me convencí de todo lo contrario. Era una idea genial.
Bajé y llegué a un pequeño buffet, lleno de inmigrantes asiáticos. Me ubiqué en una mesa y enseguida pasó una señora sirviendo fideos con pollo y arroz con jardinera. Al lado tenía sentado a un inmigrante iraní, que me explicó que el coro formaba parte de unas clases de inglés para extranjeros que daban en la iglesia y que la cena era para ellos, pero también era abierta a la comunidad así que todo bien con que yo estuviera ahí.
Aún así, me sentí un poco incómodo cuando Neville, el voluntario australiano que tenía sentado enfrente, me preguntó si había participado de la clase. "Vi luz y entré" le dije, aunque con palabras más elegantes. Igual, se copó y nos quedamos charlando sobre las diferencias entre anglicanos y católicos.
Bueno, como les decía: entren a las iglesias.

viernes, 24 de julio de 2020

Ajedrez II - Negras

Roberto miró el tablero una vez más. Prestó atención a cada detalle, a la posición de cada pieza, para asegurarse de que la jugada era correcta y que tenía todo bajo control. Respiró profundamente, mantuvo el aire en sus pulmones unos segundos para generar suspenso y movió la torre tres casilleros hacia adelante. Mientras exhalaba, dijo en un suspiro:
— Jaque mate.
Víctor no salía de su asombro. Había estado practicando todo el verano para poder ganarle a su rival por primera vez. No importaba qué tanto se esforzara; Roberto, el gran campeón, siempre lo vencía. No contento con eso, iba al bar y se lo contaba a todos, para que se burlaran de Víctor, el eterno perdedor.
Pero ya no más. Este sería el último. Sacó el Tramontina de entre su ropa y lo hundió en el corazón de Roberto, que cayó de la silla mientras se aferraba al mantel y las piezas se desparramaban por el suelo. Víctor lo miró con bronca y soltó las palabras que llevaba conteniendo por años:
— Jaque mate.
Sin embargo, tanta energía puesta por Víctor en el ajedrez lo privó de algunas nociones básicas de anatomía. Había faltado al colegio el día que explicaron que el corazón está inclinado hacia el lado izquierdo y no hacia el derecho. Entonces, Roberto no murió. Con el cuchillo aún enterrado en el pecho, se levantó, tomó la silla y se la partió en la espalda a Víctor en un golpe mortal, mientras pronunciaba la frase obvia:
— Jaque mate.

miércoles, 22 de julio de 2020

Ajedrez I - Blancas

En un oscuro altillo parisino donde se cuela la lluvia, un viejo juega solo al ajedrez. Y pierde.

jueves, 16 de julio de 2020

Ventana

Siempre me acuerdo de las cosas. Como un Ireneo Funes del margen derecho, es mi gracia, mi superpoder. Algunas personas son buenas con los números, otras aguantan mucho tiempo abajo del agua, otras hacen origami.
 
Yo, en cambio, me acuerdo. Puedo reconocer por la calle a un compañero de salita verde que jamás volví a ver. Retengo para siempre una anécdota que me cuenten, la formación de Boca campeón de la Libertadores 2003, qué bondi me deja en el Coliseo.
 
Todo comenzó con mi abuela, la gran fomentadora del desarrollo de mi memoria. Ella me dijo que siempre recordara tomar la sopa empezando por los bordes, porque ahí estaba más fría. Me enseñó las letras y cómo suenan cuando van juntas.
 
También me contó que cuando era chiquita y vivía en el campo, en el colegio le habían hecho dibujar la bandera. Pero como no tenía lápiz de color celeste, la pintó de violeta, y la maestra la retó a los gritos adelante de todos. Nunca olvidé la anécdota.
 
Hoy en día, aunque sea pleno invierno y entre chiflete por abajo de la puerta de mi cuarto, duermo descalzo. "Si dormís con medias te van a salir sabañones", me decía siempre mi abuela.
 
En un mundo capitalista, es una habilidad de dudosa utilidad. Nadie te paga por recordar. No es un don monetizable. Quizá sea más redituable lo contrario si, en vez de matarte, un mafioso bonachón te pensiona de por vida para que olvides cuando viste cómo descargaban esa mercadería. O gente que paga por olvidar, como Joel y Clementine en Eterno resplandor de una mente sin recuerdos.
 
Hace un rato me quemé con la sopa. Mientras puteaba, me di cuenta de que había metido la cuchara justo en el medio del plato, en vez de en el borde. Me parece que de tanto acordarme de cosas me está empezando a fallar la memoria.

martes, 14 de julio de 2020

De León a Adelaida

Guillermo García Castillo pasó de arbitrar en España a pitar en Adelaida, al sur de Australia. Desde allá cuenta su adaptación a un rugby con algunas diferencias pero idéntica pasión
 
 

Adelaida, ubicada al centro y al sur de Australia, es la quinta ciudad más poblada de la tierra de los canguros. Casi un millón y medio de almas viven en esta capital de estado, que combina playas de mar azul con colinas llenas de eucaliptos (y de koalas, claro). Al igual que en el resto de las grandes ciudades del país, un 25% de la población es extranjera. Hay británicos, italianos, vietnamitas y griegos. Entre tantos inmigrantes, destaca un español: Guillermo García Castillo, psicólogo y árbitro de rugby.

Pese a la diferencia horaria con Down Under, Guillermo se hizo un tiempo para contar su encuentro cercano con el rugby adelaidano. Allí, nuestro juego es bastante minoritario, pues el deporte que domina la escena es el fútbol australiano, el footy, ese que  también se juega con un balón oval pero con camisetas sin mangas. Lejos de las luces de Sídney y Brisbane, tradicionales centros neurálgicos del rugby union australiano, los clubes de Adelaida disfrutan de un entorno familiar, ameno y acogedor.

“El rugby que he vivido aquí, al menos en este estado, es de comunidad, de liga regional, creo que en España sería el equivalente de Segunda Regional Madrileña. Es el rugby que a mí me gusta. Es como de pueblo, todo el mundo conoce a todo el mundo, todo el mundo ayuda a todo el mundo”, explica. “Hay grandes rivalidades, claro, como en cualquier sitio, pero lo que yo me he encontrado aquí es que esas grandes rivalidades no son algo que impidan una buena relación entre clubes o entre personas”.


Guillermo, leonés de 27 años, se inició en el rugby en su ciudad natal. Luego, al comenzar sus estudios de psicología, mudó su juego de segunda línea o flanker a Salamanca. Defendió los colores de la Universidad, pese a dos operaciones de rodilla que amenazaban con terminar su carrera. Dejó de jugar en 2015 y al año siguiente debutó como árbitro en Castilla y León.

Los estudios lo trasladaron nuevamente, esta vez a Madrid. Allí continuó arbitrando hasta 2018, cuando un llamado por teléfono le ofreció un trabajo en Australia. No fue difícil decir que sí y empezar una nueva vida en Adelaida, una ciudad cuidadosamente planificada, con un centro urbano bien definido y rodeado de un anillo de enormes parques.
 




Ya asentado en su nuevo lugar, hizo lo que haríamos todos: buscar rugby. “Esto es Australia, tiene que haber algo de rugby”, pensó enseguida, aunque al principio parecía difícil. “Por aquí, hasta que no sabes dónde hay un campo de rugby, no ves ninguno, solamente hay campos de footy o de cricket”.

Se comunicó con la Asociación de Árbitros local y así debutó en el rugby australiano, en un encuentro entre equipos femeninos. “Llevaba casi dos años sin arbitrar y nunca lo había hecho en inglés, así que este primer partido fue una auténtica masacre a la gramática inglesa de mi parte, fue horrible”.

“Por supuesto que algo de arbitrar en inglés me sonaba de ver partidos por televisión, pero no tiene nada que ver con lo que luego tienes que hacer tú en el campo. Esos árbitros dicen cuatro cosas y no necesitan decir nada más porque los jugadores entienden todo, pero aquí, con gente que casi está empezando a jugar al rugby como en mi primer partido, hay que hablar más y es difícil”.

Pese a estas dificultades iniciales, nadie le hizo sentir mal por no ser hablante nativo. Sólo lo sintió una vez, que terminó siendo algo gracioso. En una melé sub-18, para decirles que estén quietos, en lugar del habitual “steady” dijo “stable”. “Se me quedaron mirando unos chavales hasta que uno dijo: ‘Que no es su primer idioma, está diciendo steady, tranquilos’. Intento ser un tío serio y ahí me entró la risa, pero aparte de eso jamás he recibido ningún tipo de comentario”.

Es que el rugby de Adelaida es como una gran familia. Son diez clubes que compiten en tres divisiones de senior, además de rugby femenino de adultas y las categorías inferiores masculinas. Cada sábado hay partidos desde la mañana temprano, comenzando por los sub-12, hasta bien entrada la tarde, cuando chocan los equipos superiores. Esto garantiza una jornada completa de rugby donde la comunidad del club en pleno se reúne para disfrutar de todos los partidos, además de compartir una comida y alguna que otra pinta.


“La infraestructura de los clubes me gusta más aquí. Tienen la clubhouse, entonces no tienen que irse a un bar, se quedan en el campo. En cuestión de logística son más grandes, pero lo que yo veo es que tú puedes ir a los partidos de los pequeños a la mañana, que alguien de cada una de las otras secciones del club está ahí siempre. Cuando yo en Madrid iba a pitar a Boadilla, por ejemplo, era sub-16 y después de mi partido había tres partidos pero de esos no aparecía ninguno, y no te quiero ni contar del femenino o de otros equipos. Aquí la liga está hecha más para que los clubes estén todos juntos y eso me gusta”.

Es que la socialización es muy importante en este rugby del sur australiano. El deporte funciona como argamasa para unir a los distintos grupos inmigrantes en torno al oval. En los clubes de Adelaida se escuchan acentos de todo el mundo. “En España sólo había visto isleños en los fichajes que traía el VRAC, pero nunca había visto un crío isleño, que uno de ellos de 14 años era ya más grande que yo y una auténtica bestia”. La comunidad de las islas del Pacífico que vive en Australia es enorme y como factor de unión tienen un lenguaje universal: el rugby. Esto se refleja también en el seleccionado, con la presencia cada vez más creciente en los últimos años de jugadores de procedencia polinesia como Scott Sio, Alan Alaalatoa, Sekope Kepu, Samu Kerevi, Marika Koroibete, Polota-Nau, Tevita Kuridrani Jordan Uelese o el propio Folau antes de su controvertida salida de los Wallabies.

“He conocido a varios españoles aquí a través del rugby, hispanos también. Ya sabía que el rugby es un motor social muy importante, pero nunca había imaginado que podía ser tan grande y hacer tanto bien por una sociedad”. Bueno, Guillermo mismo se ha beneficiado de esto: “En España estaba acostumbrado a que terminabas de trabajar y te vas a tomar un par de cervezas, pero claro, aquí la gente termina y coge el coche para irse a casa que está a media hora, o una hora, entonces todo eso se cortó para mí de raíz. De pronto, con el rugby tienes gente con la que puedes relacionarte de una manera más parecida a como son las relaciones sociales en España, y eso para mí era súper importante, lo echaba mucho de menos”.




Para Guillermo, que ha arbitrado sub-18 masculino y senior femenino en Madrid, Adelaida ofrece alguna particularidad: “He pitado en partidos de segunda senior importantes y se nota la presencia de la grada cerca. Están ahí y tú oyes que le gritan de todo a tal jugador, y justo delante suyo tienen al hermano que está en el banquillo: ‘No seas tonto porque te van a partir la cara’, piensas. Pero todos se conocen entre ellos, se insultan un poco y después, en el buen espíritu del rugby, todos son amigos”.

En cuanto a la relación jugador-árbitro, “el australiano, si tú le dices algo, enseguida lo toma y lo tiene en cuenta, más fácilmente que el español. El jugador español de base es más respetuoso, pero en cuanto le dices algo, le cuesta más adaptarse a lo que le estás diciendo que al australiano. Otra cosa también es que en España juegas rugby y sólo rugby, aquí juegan rugby el sábado, footy el domingo y luego alguna cosa más, son muchísimo más deportistas que en España”.

Guillermo pitó la final de sub-18 en 2019. Pero más allá de lo meramente rugbístico, lo más importante es la integración social: “Aquí me siento uno más. Desde el primer día me han presentado a todos, me han metido en los grupos de educación, de asistencia, básicamente ha sido llegar y ya ser uno como todos”. El plan es quedarse aquí y seguir creciendo como árbitro, como psicólogo y como persona.

En 2003, Adelaida fue sede de dos partidos de la Copa del Mundo: la amplia victoria australiana ante Namibia por 142 a 0; y la caída de Argentina frente a Irlanda 16-15. Hoy aloja los sueños de Guillermo, este árbitro español que llevó su silbato y su futuro de León a Adelaida.

https://www.revistah.org/planeta-oval/de-leon-a-adelaida/



miércoles, 8 de julio de 2020

Ciboulette

Tras mis primeros once años, en los que no mostré mucho interés por nadie, me levanté una mañana y me di cuenta de una cosa: me gustaba Alejandra, mi compañera de curso. Estaba en sexto grado, la primavera se acercaba y yo de pronto tenía esta cosa inesperada que no sabía cómo manejar. ¿Qué tenía que hacer ahora? ¿Preguntarle si quería transar conmigo? ¿Pedirle matrimonio?
Hice lo que todo buen cristiano haría: le recité una poesía. En el colegio. En el recreo. Con varios compañeritos como testigos.
Eran tiempos de protointernet, faltaban todavía un par de años para que Facebook existiera y muchos más para que se llenara de frases simplonas y edulcoradas, repetidas una y otra vez. Así que mi recitado de este material sacado de la Web 1.0 sonó casi a algo original.
En La sociedad de los poetas muertos, Knox se le aparece en el aula a su interés romántico y le lee una poesía. Al menos él tuvo la decencia de escribirla en vez de buscar una en internet. Pero la reacción fue igual tanto en Chris como en Alejandra: el deseo de que unos marcianos la raptaran en ese momento para salir de esa situación incómoda y horrenda.
Se sucedieron algunas cosas más, como bailar My Heart Will Go On en un cumpleaños y mis torpes intentos de generar charla en el colegio. Además, el grado entero sabía que me gustaba. Pero todo era estéril: a mis oídos de poeta enamorado del siglo XIX había llegado que a ella le gustaba Di Paola, uno de otra división. No me importaba. Yo seguiría adelante como un Florentino Ariza del Conurbano. O como el corazón de Céline Dion.
Por si todo lo hecho no bastase, decidí dar un último gran paso para meterme de lleno y de forma irreversible en el espeso pantano del ridículo. La jugada final.
Corté una flor del jardín del colegio y se la ofrendé a Alejandra junto con unas palabras melosas. Ni siquiera procuré que estuviera sola para no avergonzarla frente a nuestros compañeros. Sentía que mi elevado amor debía expresarse así, a los cuatro vientos, o no sería.
Después de esta lamentable escena, con el público expectante y ella sin agarrar la flor y sin saber qué decir, le pregunté si quería ser mi novia. Sí. Así.
— Yo no siento lo mismo que vos sentís por mí, así que gracias, pero no — dijo ella con gran tacto y diplomacia, procurando no dejar una cicatriz en mi corazón que fuera una traba para todas mis relaciones futuras.
Dijo que no. Dolor. Prefería a Di Paola antes que a mí. El primer golpe en mi currículum amoroso. Pero con todo esto ya tenía experiencia comprobable en drama y no iba a dejar pasar la oportunidad de hacer un nuevo papelón. Alfredo Alcón habría estado orgulloso de mí.
Tomé mi último resto emocional y preparé la salida triunfal. Todavía con la flor en la mano, la revoleé por sobre mi hombro, sin mirar, y pronuncié mi línea final antes de que cayera el telón:
— Que te cuide Di Paola.

viernes, 3 de julio de 2020

Vino

Alguna vez pensé en pedirte perdón por referirme siempre a vos como "el pelotudo este". Quizás habría sido mejor llamarte por tu nombre, ese nombre de pelotudo que te pusieron. Bueno, no me voy a meter ahí, no deberías tener que cargar con malas decisiones de tus padres. Pero, seamos o no freudianos, seguramente tuvieron algo que ver con lo pelotudo que sos, por acción u omisión. No quiero cometer la pelotudez de rebajarme al nivel de un pelotudo como vos, un pelotudo al que nadie soporta. Ahora que veo, en esas reuniones con gente que te conoce compruebo que no soy el único que eligió adornarte con el epíteto de pelotudo. Había otros disponibles, sí, tal vez más elegantes, que no incomodarían a mi tía Mirta si los dijera en la mesa. Pero a vos te quedan pintados esos cuatro golpes, esos cuatro aplausos, esas cuatro corcheas, esas cuatro sílabas: pelotudo.