jueves, 24 de septiembre de 2020

Fantasma

En el colegio, cuando en medio de una explicación el docente hacía alguna pregunta a la clase, me gustaba decirle por lo bajo la respuesta a mi compañía de turno para que contestara. Me daba la satisfacción de estar en lo correcto, la complacencia burguesa de ayudar a alguien y la tranquilidad del anonimato.

Pero una vez me pasó exactamente lo contrario.

Corría 2004, estábamos en noveno y yo era nuevo en el colegio. Al principio, cuando sos nuevo y no conocés a nadie, te vas sentando con distintas personas hasta que encontrás a alguien con quien tenés afinidad. Empecé, así, sentándome con Juani.

Tino, el profesor de Sociales, dio en las primeras semanas la consigna de un trabajo de investigación bien largo, para ir desarrollando durante el año. Se hacía en parejas, y yo me puse con Juani, mi entonces compañero de banco.

Con el tiempo me fui juntando con otra muchachada, y del trabajo ni noticias. Se dio la mala combinación de que Juani era un chabón muy tímido y de poco hablar y yo era uno muy vago y de poco hacer.

Si acá creés que estoy bardeando a Juani, estás mal. No fuimos grandes amigos pero es un gran chabón.

La cosa es que los meses pasaban, el final del ciclo lectivo empezaba a asomar y no había el menor indicio del trabajo. Era tal mi nulo compromiso con la cuestión que ni siquiera me acuerdo de cuál era el tema. Tampoco recuerdo cómo fuimos sorteando las entregas parciales. Tal vez las sorteamos no haciéndolas. No sé.

Cuando ya nos íbamos a estrellar contra nuestra propia inacción, apareció Marcela, la mamá de Juani. Tomó las riendas del trabajo y lo hizo en su totalidad, en tiempo y forma. Zafamos.

Peeeero… Después de leerlo, Tino habló sorprendido con Marcela y la felicitó por nuestro excelente trabajo, muy completo y superior a la media. Dijo que era el mejor trabajo de ese nivel que había visto en su vida y le recomendó publicarlo en no sé dónde.

Mientras escribo esto, pienso que tal vez Tino se dio cuenta de lo que pasaba y sólo le dijo eso a Marcela para incomodarla. O quizá no.

Bueno. ¿Cuál es la moraleja de esto? No sé. "Tino siempre sabe", podría ser.

miércoles, 16 de septiembre de 2020

Sheoak

Mi abuela me salvó la vida. Me enseñó cosas que me ayudarían a sortear problemas y me sacaba las semillas de las mandarinas para que no me las tragara.

Pero hubo una ocasión en la que, con toda la literalidad posible, mi abuela me salvó la vida.

Fue una noche de abril, hace más de diez años. Me acuerdo porque nos habíamos juntado en lo de Guille por su cumpleaños, a la vuelta de casa.

Mis recuerdos de esa previa se diluyeron en una jarra de fernet que iba pasando, pero que se quedaba conmigo más de lo debido. Sí puedo reconstruir que enseguida acusé sentirme mareado y alienado, así que decidí que era mejor volver a casa y no salir.

Me acuerdo de que, impaciente, no esperé a que Guille me abriera. Salté la reja y caminé las dos cuadras. El otoño ya pegaba fuerte en la capital nacional del pulóver, pero yo estaba así nomás, sin campera, como se está a los veinte años. Al día siguiente, le atribuiría al golpe de frío lo que había pasado.

Llegué a casa y me acosté en el cuarto que compartía con mi abuela, que estaba de visita.

Al rato, ella se levantó alarmada a despertar a mi papá: "¡Agustín está tosiendo mucho, creo que se está ahogando!". Peor que eso. Agustín estaba en la cama boca arriba, con la cabeza en un charco de vómito y las vías respiratorias bloqueadas por los pedazos de comida regurgitados.

Mi viejo me despertó, me sentó y me ayudó a levantarme, bañarme y todo eso. A “rescatarme”, como decíamos en ese tiempo.

Pero el gran rescate fue el de mi abuela, que, con su sueño liviano y su siempre presente preocupación, me salvó de una muerte propia del más reventado rocanrol setentoso y posibilitó que esta historia pudiera contarse en primera persona.