jueves, 24 de septiembre de 2020

Fantasma

En el colegio, cuando en medio de una explicación el docente hacía alguna pregunta a la clase, me gustaba decirle por lo bajo la respuesta a mi compañía de turno para que contestara. Me daba la satisfacción de estar en lo correcto, la complacencia burguesa de ayudar a alguien y la tranquilidad del anonimato.

Pero una vez me pasó exactamente lo contrario.

Corría 2004, estábamos en noveno y yo era nuevo en el colegio. Al principio, cuando sos nuevo y no conocés a nadie, te vas sentando con distintas personas hasta que encontrás a alguien con quien tenés afinidad. Empecé, así, sentándome con Juani.

Tino, el profesor de Sociales, dio en las primeras semanas la consigna de un trabajo de investigación bien largo, para ir desarrollando durante el año. Se hacía en parejas, y yo me puse con Juani, mi entonces compañero de banco.

Con el tiempo me fui juntando con otra muchachada, y del trabajo ni noticias. Se dio la mala combinación de que Juani era un chabón muy tímido y de poco hablar y yo era uno muy vago y de poco hacer.

Si acá creés que estoy bardeando a Juani, estás mal. No fuimos grandes amigos pero es un gran chabón.

La cosa es que los meses pasaban, el final del ciclo lectivo empezaba a asomar y no había el menor indicio del trabajo. Era tal mi nulo compromiso con la cuestión que ni siquiera me acuerdo de cuál era el tema. Tampoco recuerdo cómo fuimos sorteando las entregas parciales. Tal vez las sorteamos no haciéndolas. No sé.

Cuando ya nos íbamos a estrellar contra nuestra propia inacción, apareció Marcela, la mamá de Juani. Tomó las riendas del trabajo y lo hizo en su totalidad, en tiempo y forma. Zafamos.

Peeeero… Después de leerlo, Tino habló sorprendido con Marcela y la felicitó por nuestro excelente trabajo, muy completo y superior a la media. Dijo que era el mejor trabajo de ese nivel que había visto en su vida y le recomendó publicarlo en no sé dónde.

Mientras escribo esto, pienso que tal vez Tino se dio cuenta de lo que pasaba y sólo le dijo eso a Marcela para incomodarla. O quizá no.

Bueno. ¿Cuál es la moraleja de esto? No sé. "Tino siempre sabe", podría ser.

miércoles, 16 de septiembre de 2020

Sheoak

Mi abuela me salvó la vida. Me enseñó cosas que me ayudarían a sortear problemas y me sacaba las semillas de las mandarinas para que no me las tragara.

Pero hubo una ocasión en la que, con toda la literalidad posible, mi abuela me salvó la vida.

Fue una noche de abril, hace más de diez años. Me acuerdo porque nos habíamos juntado en lo de Guille por su cumpleaños, a la vuelta de casa.

Mis recuerdos de esa previa se diluyeron en una jarra de fernet que iba pasando, pero que se quedaba conmigo más de lo debido. Sí puedo reconstruir que enseguida acusé sentirme mareado y alienado, así que decidí que era mejor volver a casa y no salir.

Me acuerdo de que, impaciente, no esperé a que Guille me abriera. Salté la reja y caminé las dos cuadras. El otoño ya pegaba fuerte en la capital nacional del pulóver, pero yo estaba así nomás, sin campera, como se está a los veinte años. Al día siguiente, le atribuiría al golpe de frío lo que había pasado.

Llegué a casa y me acosté en el cuarto que compartía con mi abuela, que estaba de visita.

Al rato, ella se levantó alarmada a despertar a mi papá: "¡Agustín está tosiendo mucho, creo que se está ahogando!". Peor que eso. Agustín estaba en la cama boca arriba, con la cabeza en un charco de vómito y las vías respiratorias bloqueadas por los pedazos de comida regurgitados.

Mi viejo me despertó, me sentó y me ayudó a levantarme, bañarme y todo eso. A “rescatarme”, como decíamos en ese tiempo.

Pero el gran rescate fue el de mi abuela, que, con su sueño liviano y su siempre presente preocupación, me salvó de una muerte propia del más reventado rocanrol setentoso y posibilitó que esta historia pudiera contarse en primera persona.

lunes, 10 de agosto de 2020

Surtidas o iguales

Se habló mucho sobre Líbano estos días. Tal vez nunca habías visto su bandera y te llamó la atención que tuviera un pino en el medio. Bueno, no es un pino. Tampoco un árbol de Navidad. Es un cedro.

El cedro crece en las montañas de la cuenca del Mediterráneo Oriental y fue explotado durante milenios por las civilizaciones que pasaron por ahí. Lo cual es mucho decir porque fenicios, asirios, babilonios, persas, egipcios, romanos, turcos y franceses se hicieron con esta hermosa madera. El Primer Templo de Jerusalén (el del Muro de los Lamentos no, ese fue el segundo), construido por el rey Salomón, tenía el interior revestido con láminas de cedro. La Biblia lo nombra un montonazo de veces.

Tal fue la relevancia de este árbol para la región que al menos desde el siglo XVII es utilizado en sus emblemas y se convirtió en el más importante símbolo libanés.

El problema es que después de tantos años de explotación, la población de cedros fue mermando una bocha. Hoy, están presentes principalmente en regiones montañosas más remotas del país.

El Valle del Qadisha, al norte de Líbano, fue declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. Guarda principalmente dos cosas: unos monasterios de los primeros siglos del cristianismo y el Bosque de los cedros de Dios. Este último está formado por un puñado de ejemplares de este árbol que,  a más de dos mil metros sobre el nivel del mar, sobrevivieron a la depredación .

Consciente ya del peligro que corrían estos cedros, en 1876 la reina Victoria financió un muro de piedra que buscaba evitar que las cabras se comieran a los brotes jóvenes. Pero parece que, en todo este tiempo, a nadie se le ocurrió proteger a los cedros de los seres humanos.

miércoles, 29 de julio de 2020

In G Minor

Tanto cuando ando de viaje como cuando soy local, me gusta visitar templos. De cualquier culto. No por una cuestión religiosa, sino por el enorme placer que me produce esa interpretación arquitectónica de la fe. Los distintos estilos, las corrientes y las pequeñas historias que guarda cada construcción constituyen un mundo maravilloso aún para un ateo irremediable como yo.
Pero, a veces, las iglesias me generan satisfacciones más allá de lo arquitectónico. Gastronómicas, por ejemplo.
Paseaba por Melbourne en un octubre en el que la primavera no terminaba de despertar. El viento frío de la tardecita despeinaba y sacarse la bufanda nunca estaba en los planes. Vagando cerca del río Yarra me dieron ganas de chusmear la Catedral de San Pablo, de fe anglicana, ahí cruzando la hermosa estación de tren de Flinders Street.
Al entrar, me encontré con el concierto de un pequeño coro. Justo estaba terminando, pero entonces empezó a tocar una vieja que se mandó un solo de órgano increíble, a la altura de la de Los Simpson que interpreta In-A-Gadda-Da-Vida.
Tras el espectáculo de la vieja, alguien dijo por altoparlante que estábamos todos invitados a bajar al subsuelo a comer. Me tentó, pero me pareció medio ladri aprovecharme de los recursos del Arzobispado de Melbourne para zafar una cena. Pocos segundos después, me convencí de todo lo contrario. Era una idea genial.
Bajé y llegué a un pequeño buffet, lleno de inmigrantes asiáticos. Me ubiqué en una mesa y enseguida pasó una señora sirviendo fideos con pollo y arroz con jardinera. Al lado tenía sentado a un inmigrante iraní, que me explicó que el coro formaba parte de unas clases de inglés para extranjeros que daban en la iglesia y que la cena era para ellos, pero también era abierta a la comunidad así que todo bien con que yo estuviera ahí.
Aún así, me sentí un poco incómodo cuando Neville, el voluntario australiano que tenía sentado enfrente, me preguntó si había participado de la clase. "Vi luz y entré" le dije, aunque con palabras más elegantes. Igual, se copó y nos quedamos charlando sobre las diferencias entre anglicanos y católicos.
Bueno, como les decía: entren a las iglesias.

viernes, 24 de julio de 2020

Ajedrez II - Negras

Roberto miró el tablero una vez más. Prestó atención a cada detalle, a la posición de cada pieza, para asegurarse de que la jugada era correcta y que tenía todo bajo control. Respiró profundamente, mantuvo el aire en sus pulmones unos segundos para generar suspenso y movió la torre tres casilleros hacia adelante. Mientras exhalaba, dijo en un suspiro:
— Jaque mate.
Víctor no salía de su asombro. Había estado practicando todo el verano para poder ganarle a su rival por primera vez. No importaba qué tanto se esforzara; Roberto, el gran campeón, siempre lo vencía. No contento con eso, iba al bar y se lo contaba a todos, para que se burlaran de Víctor, el eterno perdedor.
Pero ya no más. Este sería el último. Sacó el Tramontina de entre su ropa y lo hundió en el corazón de Roberto, que cayó de la silla mientras se aferraba al mantel y las piezas se desparramaban por el suelo. Víctor lo miró con bronca y soltó las palabras que llevaba conteniendo por años:
— Jaque mate.
Sin embargo, tanta energía puesta por Víctor en el ajedrez lo privó de algunas nociones básicas de anatomía. Había faltado al colegio el día que explicaron que el corazón está inclinado hacia el lado izquierdo y no hacia el derecho. Entonces, Roberto no murió. Con el cuchillo aún enterrado en el pecho, se levantó, tomó la silla y se la partió en la espalda a Víctor en un golpe mortal, mientras pronunciaba la frase obvia:
— Jaque mate.

miércoles, 22 de julio de 2020

Ajedrez I - Blancas

En un oscuro altillo parisino donde se cuela la lluvia, un viejo juega solo al ajedrez. Y pierde.

jueves, 16 de julio de 2020

Ventana

Siempre me acuerdo de las cosas. Como un Ireneo Funes del margen derecho, es mi gracia, mi superpoder. Algunas personas son buenas con los números, otras aguantan mucho tiempo abajo del agua, otras hacen origami.
 
Yo, en cambio, me acuerdo. Puedo reconocer por la calle a un compañero de salita verde que jamás volví a ver. Retengo para siempre una anécdota que me cuenten, la formación de Boca campeón de la Libertadores 2003, qué bondi me deja en el Coliseo.
 
Todo comenzó con mi abuela, la gran fomentadora del desarrollo de mi memoria. Ella me dijo que siempre recordara tomar la sopa empezando por los bordes, porque ahí estaba más fría. Me enseñó las letras y cómo suenan cuando van juntas.
 
También me contó que cuando era chiquita y vivía en el campo, en el colegio le habían hecho dibujar la bandera. Pero como no tenía lápiz de color celeste, la pintó de violeta, y la maestra la retó a los gritos adelante de todos. Nunca olvidé la anécdota.
 
Hoy en día, aunque sea pleno invierno y entre chiflete por abajo de la puerta de mi cuarto, duermo descalzo. "Si dormís con medias te van a salir sabañones", me decía siempre mi abuela.
 
En un mundo capitalista, es una habilidad de dudosa utilidad. Nadie te paga por recordar. No es un don monetizable. Quizá sea más redituable lo contrario si, en vez de matarte, un mafioso bonachón te pensiona de por vida para que olvides cuando viste cómo descargaban esa mercadería. O gente que paga por olvidar, como Joel y Clementine en Eterno resplandor de una mente sin recuerdos.
 
Hace un rato me quemé con la sopa. Mientras puteaba, me di cuenta de que había metido la cuchara justo en el medio del plato, en vez de en el borde. Me parece que de tanto acordarme de cosas me está empezando a fallar la memoria.

martes, 14 de julio de 2020

De León a Adelaida

Guillermo García Castillo pasó de arbitrar en España a pitar en Adelaida, al sur de Australia. Desde allá cuenta su adaptación a un rugby con algunas diferencias pero idéntica pasión
 
 

Adelaida, ubicada al centro y al sur de Australia, es la quinta ciudad más poblada de la tierra de los canguros. Casi un millón y medio de almas viven en esta capital de estado, que combina playas de mar azul con colinas llenas de eucaliptos (y de koalas, claro). Al igual que en el resto de las grandes ciudades del país, un 25% de la población es extranjera. Hay británicos, italianos, vietnamitas y griegos. Entre tantos inmigrantes, destaca un español: Guillermo García Castillo, psicólogo y árbitro de rugby.

Pese a la diferencia horaria con Down Under, Guillermo se hizo un tiempo para contar su encuentro cercano con el rugby adelaidano. Allí, nuestro juego es bastante minoritario, pues el deporte que domina la escena es el fútbol australiano, el footy, ese que  también se juega con un balón oval pero con camisetas sin mangas. Lejos de las luces de Sídney y Brisbane, tradicionales centros neurálgicos del rugby union australiano, los clubes de Adelaida disfrutan de un entorno familiar, ameno y acogedor.

“El rugby que he vivido aquí, al menos en este estado, es de comunidad, de liga regional, creo que en España sería el equivalente de Segunda Regional Madrileña. Es el rugby que a mí me gusta. Es como de pueblo, todo el mundo conoce a todo el mundo, todo el mundo ayuda a todo el mundo”, explica. “Hay grandes rivalidades, claro, como en cualquier sitio, pero lo que yo me he encontrado aquí es que esas grandes rivalidades no son algo que impidan una buena relación entre clubes o entre personas”.


Guillermo, leonés de 27 años, se inició en el rugby en su ciudad natal. Luego, al comenzar sus estudios de psicología, mudó su juego de segunda línea o flanker a Salamanca. Defendió los colores de la Universidad, pese a dos operaciones de rodilla que amenazaban con terminar su carrera. Dejó de jugar en 2015 y al año siguiente debutó como árbitro en Castilla y León.

Los estudios lo trasladaron nuevamente, esta vez a Madrid. Allí continuó arbitrando hasta 2018, cuando un llamado por teléfono le ofreció un trabajo en Australia. No fue difícil decir que sí y empezar una nueva vida en Adelaida, una ciudad cuidadosamente planificada, con un centro urbano bien definido y rodeado de un anillo de enormes parques.
 




Ya asentado en su nuevo lugar, hizo lo que haríamos todos: buscar rugby. “Esto es Australia, tiene que haber algo de rugby”, pensó enseguida, aunque al principio parecía difícil. “Por aquí, hasta que no sabes dónde hay un campo de rugby, no ves ninguno, solamente hay campos de footy o de cricket”.

Se comunicó con la Asociación de Árbitros local y así debutó en el rugby australiano, en un encuentro entre equipos femeninos. “Llevaba casi dos años sin arbitrar y nunca lo había hecho en inglés, así que este primer partido fue una auténtica masacre a la gramática inglesa de mi parte, fue horrible”.

“Por supuesto que algo de arbitrar en inglés me sonaba de ver partidos por televisión, pero no tiene nada que ver con lo que luego tienes que hacer tú en el campo. Esos árbitros dicen cuatro cosas y no necesitan decir nada más porque los jugadores entienden todo, pero aquí, con gente que casi está empezando a jugar al rugby como en mi primer partido, hay que hablar más y es difícil”.

Pese a estas dificultades iniciales, nadie le hizo sentir mal por no ser hablante nativo. Sólo lo sintió una vez, que terminó siendo algo gracioso. En una melé sub-18, para decirles que estén quietos, en lugar del habitual “steady” dijo “stable”. “Se me quedaron mirando unos chavales hasta que uno dijo: ‘Que no es su primer idioma, está diciendo steady, tranquilos’. Intento ser un tío serio y ahí me entró la risa, pero aparte de eso jamás he recibido ningún tipo de comentario”.

Es que el rugby de Adelaida es como una gran familia. Son diez clubes que compiten en tres divisiones de senior, además de rugby femenino de adultas y las categorías inferiores masculinas. Cada sábado hay partidos desde la mañana temprano, comenzando por los sub-12, hasta bien entrada la tarde, cuando chocan los equipos superiores. Esto garantiza una jornada completa de rugby donde la comunidad del club en pleno se reúne para disfrutar de todos los partidos, además de compartir una comida y alguna que otra pinta.


“La infraestructura de los clubes me gusta más aquí. Tienen la clubhouse, entonces no tienen que irse a un bar, se quedan en el campo. En cuestión de logística son más grandes, pero lo que yo veo es que tú puedes ir a los partidos de los pequeños a la mañana, que alguien de cada una de las otras secciones del club está ahí siempre. Cuando yo en Madrid iba a pitar a Boadilla, por ejemplo, era sub-16 y después de mi partido había tres partidos pero de esos no aparecía ninguno, y no te quiero ni contar del femenino o de otros equipos. Aquí la liga está hecha más para que los clubes estén todos juntos y eso me gusta”.

Es que la socialización es muy importante en este rugby del sur australiano. El deporte funciona como argamasa para unir a los distintos grupos inmigrantes en torno al oval. En los clubes de Adelaida se escuchan acentos de todo el mundo. “En España sólo había visto isleños en los fichajes que traía el VRAC, pero nunca había visto un crío isleño, que uno de ellos de 14 años era ya más grande que yo y una auténtica bestia”. La comunidad de las islas del Pacífico que vive en Australia es enorme y como factor de unión tienen un lenguaje universal: el rugby. Esto se refleja también en el seleccionado, con la presencia cada vez más creciente en los últimos años de jugadores de procedencia polinesia como Scott Sio, Alan Alaalatoa, Sekope Kepu, Samu Kerevi, Marika Koroibete, Polota-Nau, Tevita Kuridrani Jordan Uelese o el propio Folau antes de su controvertida salida de los Wallabies.

“He conocido a varios españoles aquí a través del rugby, hispanos también. Ya sabía que el rugby es un motor social muy importante, pero nunca había imaginado que podía ser tan grande y hacer tanto bien por una sociedad”. Bueno, Guillermo mismo se ha beneficiado de esto: “En España estaba acostumbrado a que terminabas de trabajar y te vas a tomar un par de cervezas, pero claro, aquí la gente termina y coge el coche para irse a casa que está a media hora, o una hora, entonces todo eso se cortó para mí de raíz. De pronto, con el rugby tienes gente con la que puedes relacionarte de una manera más parecida a como son las relaciones sociales en España, y eso para mí era súper importante, lo echaba mucho de menos”.




Para Guillermo, que ha arbitrado sub-18 masculino y senior femenino en Madrid, Adelaida ofrece alguna particularidad: “He pitado en partidos de segunda senior importantes y se nota la presencia de la grada cerca. Están ahí y tú oyes que le gritan de todo a tal jugador, y justo delante suyo tienen al hermano que está en el banquillo: ‘No seas tonto porque te van a partir la cara’, piensas. Pero todos se conocen entre ellos, se insultan un poco y después, en el buen espíritu del rugby, todos son amigos”.

En cuanto a la relación jugador-árbitro, “el australiano, si tú le dices algo, enseguida lo toma y lo tiene en cuenta, más fácilmente que el español. El jugador español de base es más respetuoso, pero en cuanto le dices algo, le cuesta más adaptarse a lo que le estás diciendo que al australiano. Otra cosa también es que en España juegas rugby y sólo rugby, aquí juegan rugby el sábado, footy el domingo y luego alguna cosa más, son muchísimo más deportistas que en España”.

Guillermo pitó la final de sub-18 en 2019. Pero más allá de lo meramente rugbístico, lo más importante es la integración social: “Aquí me siento uno más. Desde el primer día me han presentado a todos, me han metido en los grupos de educación, de asistencia, básicamente ha sido llegar y ya ser uno como todos”. El plan es quedarse aquí y seguir creciendo como árbitro, como psicólogo y como persona.

En 2003, Adelaida fue sede de dos partidos de la Copa del Mundo: la amplia victoria australiana ante Namibia por 142 a 0; y la caída de Argentina frente a Irlanda 16-15. Hoy aloja los sueños de Guillermo, este árbitro español que llevó su silbato y su futuro de León a Adelaida.

https://www.revistah.org/planeta-oval/de-leon-a-adelaida/



miércoles, 8 de julio de 2020

Ciboulette

Tras mis primeros once años, en los que no mostré mucho interés por nadie, me levanté una mañana y me di cuenta de una cosa: me gustaba Alejandra, mi compañera de curso. Estaba en sexto grado, la primavera se acercaba y yo de pronto tenía esta cosa inesperada que no sabía cómo manejar. ¿Qué tenía que hacer ahora? ¿Preguntarle si quería transar conmigo? ¿Pedirle matrimonio?
Hice lo que todo buen cristiano haría: le recité una poesía. En el colegio. En el recreo. Con varios compañeritos como testigos.
Eran tiempos de protointernet, faltaban todavía un par de años para que Facebook existiera y muchos más para que se llenara de frases simplonas y edulcoradas, repetidas una y otra vez. Así que mi recitado de este material sacado de la Web 1.0 sonó casi a algo original.
En La sociedad de los poetas muertos, Knox se le aparece en el aula a su interés romántico y le lee una poesía. Al menos él tuvo la decencia de escribirla en vez de buscar una en internet. Pero la reacción fue igual tanto en Chris como en Alejandra: el deseo de que unos marcianos la raptaran en ese momento para salir de esa situación incómoda y horrenda.
Se sucedieron algunas cosas más, como bailar My Heart Will Go On en un cumpleaños y mis torpes intentos de generar charla en el colegio. Además, el grado entero sabía que me gustaba. Pero todo era estéril: a mis oídos de poeta enamorado del siglo XIX había llegado que a ella le gustaba Di Paola, uno de otra división. No me importaba. Yo seguiría adelante como un Florentino Ariza del Conurbano. O como el corazón de Céline Dion.
Por si todo lo hecho no bastase, decidí dar un último gran paso para meterme de lleno y de forma irreversible en el espeso pantano del ridículo. La jugada final.
Corté una flor del jardín del colegio y se la ofrendé a Alejandra junto con unas palabras melosas. Ni siquiera procuré que estuviera sola para no avergonzarla frente a nuestros compañeros. Sentía que mi elevado amor debía expresarse así, a los cuatro vientos, o no sería.
Después de esta lamentable escena, con el público expectante y ella sin agarrar la flor y sin saber qué decir, le pregunté si quería ser mi novia. Sí. Así.
— Yo no siento lo mismo que vos sentís por mí, así que gracias, pero no — dijo ella con gran tacto y diplomacia, procurando no dejar una cicatriz en mi corazón que fuera una traba para todas mis relaciones futuras.
Dijo que no. Dolor. Prefería a Di Paola antes que a mí. El primer golpe en mi currículum amoroso. Pero con todo esto ya tenía experiencia comprobable en drama y no iba a dejar pasar la oportunidad de hacer un nuevo papelón. Alfredo Alcón habría estado orgulloso de mí.
Tomé mi último resto emocional y preparé la salida triunfal. Todavía con la flor en la mano, la revoleé por sobre mi hombro, sin mirar, y pronuncié mi línea final antes de que cayera el telón:
— Que te cuide Di Paola.

viernes, 3 de julio de 2020

Vino

Alguna vez pensé en pedirte perdón por referirme siempre a vos como "el pelotudo este". Quizás habría sido mejor llamarte por tu nombre, ese nombre de pelotudo que te pusieron. Bueno, no me voy a meter ahí, no deberías tener que cargar con malas decisiones de tus padres. Pero, seamos o no freudianos, seguramente tuvieron algo que ver con lo pelotudo que sos, por acción u omisión. No quiero cometer la pelotudez de rebajarme al nivel de un pelotudo como vos, un pelotudo al que nadie soporta. Ahora que veo, en esas reuniones con gente que te conoce compruebo que no soy el único que eligió adornarte con el epíteto de pelotudo. Había otros disponibles, sí, tal vez más elegantes, que no incomodarían a mi tía Mirta si los dijera en la mesa. Pero a vos te quedan pintados esos cuatro golpes, esos cuatro aplausos, esas cuatro corcheas, esas cuatro sílabas: pelotudo.

viernes, 26 de junio de 2020

Rugby al sol de medianoche

Cada mes de junio, en Alaska celebran el solsticio con un singular torneo de seven, en un campo de ensueño que nació como un boceto en una servilleta y se convirtió en realidad
 
 
 
Estamos en junio, tiempo de solsticio. Calor, sol, días más largos. En el hemisferio sur, mientras tanto, exactamente lo opuesto. “Sí, hombre, ya lo aprendimos en el colegio, ¿a qué viene esto ahora?”. Está bien, tienen razón. Es que en otros sitios, un poco más remotos, estas fechas se viven de una forma más extrema.

Anchorage, con casi 400.000 habitantes, es la ciudad más grande del estado norteamericano de Alaska. Está ubicada a unos 600 kilómetros al sur del Círculo Polar Ártico (un poco más al norte que Oslo, Estocolmo, Helsinki y San Petersburgo), lo que significa que durante esta época tienen noches de apenas cuatro o cinco horas. En ocasiones, el reloj da las 12 campanadas de la medianoche y el sol aún brilla. Para celebrarlo, cada año organizan un torneo de rugby a siete: el Midnight Sun 7s Rugby Festival.


El evento lleva ya 23 ediciones, aunque este año debieron suspenderlo por la pandemia. Se juega en el Alaska Mountain Rugby Grounds, un campo de ensueño enclavado entre las montañas, rodeado de bosque y con un césped tan verde que parece sacado de una pintura impresionista, merodeado a veces por alces y osos en un verdadero encuentro entre el rugby y la naturaleza.
Allí, chicos y chicas se dan cita para vivir un fin de semana a lo grande de rugby, comida y fiesta. La federación local aprovecha para mostrar el deporte a un público no tan acostumbrado, a la vez que gente de otras partes del país y de Canadá, Australia y Nueva Zelanda se arma para vivir unas vacaciones ovaladas.

Este campo, el Alaska Mountain Rugby Grounds, tiene una historia especial. Primero fue un sueño, luego un boceto en una servilleta y, finalmente, una realidad. El autor intelectual es Justin Green, un hombre nacido y criado en Anchorage, pero educado en el Saint Lawrence College de Kent, Inglaterra. En sus años escolares era un crío revoltoso e incontrolable, hasta que se hizo cargo de la situación el director del colegio, Ian Gollop, quien fuera luego presidente vitalicio del Cardigan RFC del oeste galés.

Gracias a Mr. Gollop, el joven Justin conoció las bondades del deporte oval, especialmente todo lo que sucede fuera del campo, esas reglas no escritas. Ganó en disciplina y autocontrol y aprendió a encauzar su energía y empuje. Entendió también el valor del tercer tiempo y la enorme importancia del clubhouse en la vida de un equipo, como espacio donde la historia del club vive y se encuentra con el presente cada semana.




Por eso, cuando regresó a Alaska, vio el estado del rugby vernáculo, que constaba de dos equipos que apenas lograban juntar quince hombres y decidió intervenir. Nuestro viejo juego tiene mucho que ver con la idiosincrasia de Alaska: gente luchadora que pelea codo a codo contra las adversidades que les impone la dura naturaleza del lugar. Para Justin, sólo faltaba darlo a conocer.
 
En una ronda de cervezas con amigos, diseñó un campo en una servilleta, con instalaciones para acoger a delegaciones y maravillosas vistas a la montaña. Sus compañeros primero se rieron, pero él mantuvo su objetivo con tanta firmeza que terminaron sumándose. Primero, Justin fundó una empresa de demolición junto a sus amigos de rugby. Todos trabajaban a la par demoliendo y removiendo tierra que pudiera servir de relleno para el futuro terreno.

Una vez elegida la locación, un lugar de película rodeado de montañas y con vistas a la ciudad de Anchorage, comenzaron lentamente a rellenar, con las herramientas que tenían a mano. Siete años tardó la compañía de demolición en poder comprar la maquinaria necesaria para un trabajo más rápido y eficaz en el nuevo campo. Cuando estuvo nivelado el terreno, comenzó la construcción del clubhouse, en un principio con materiales sobrantes de las demoliciones.



“No hay sustituto para el trabajo duro”, dice Justin en el vídeo de World Rugby en el que relata la construcción del campo. “Sólo hay que agachar la cabeza y trabajar. Es el único camino para llegar al éxito”. Cinco años tardaron él y sus amigos en levantar las instalaciones, trabajando duro en la amigable pero corta temporada estival y aprovechando los inviernos para juntar fondos.

Finalmente, en 2013, el Alaska Mountain Rugby Grounds estuvo listo. “El campo de los sueños”, como lo llamaron. Rápidamente se convirtió en el epicentro del rugby alaskano. Allí se juegan varios partidos por fin de semana de la liga local y se transformó en el cuartel general de la Alaska Rugby Union, donde la historia puebla las paredes con camisetas y cuadros. Gracias a la difusión que permitieron las nuevas instalaciones, en dos años eran cuatrocientos los niños que se habían acercado por primera vez al deporte oval.


Esto no es lo único que tiene de especial este campo. Las líneas de pelota muerta, en lugar de ser rectas, ondulan siguiendo las irregularidades del terreno. Y, detrás de la zona de ensayo del lado sur, se encuentra un pequeño estanque de cristalina agua de montaña. Durante el Midnight Sun 7s, ese estanque forma parte del ingoal; por lo tanto, si un jugador se zambulle con la pelota será considerado un ensayo. Además, por cada uno de estos ensayos acuáticos, la organización dona diez dólares a la Alaska Rugby Foundation, entidad que se dedica a apoyar a deportistas en momentos difíciles.

Por la dureza del invierno, el rugby en Anchorage y sus alrededores se disputa de mayo a septiembre. Seis equipos masculinos y cuatro femeninos juegan rodeados de un paisaje que abruma por su belleza. Paisaje que espera pronto albergar el próximo anhelo de Justin Green: que los All Blacks jueguen un partido allí. Ya lleva un tiempo haciendo tratativas y seguramente lo logre, porque para los que sueñan en grande y trabajan duro, no hay imposibles.


https://www.revistah.org/planeta-oval/rugby-al-sol-de-medianoche

martes, 16 de junio de 2020

Todo ello cantando a ritmo de rap

Hace unos años, tenía una compañera de trabajo alta, de nariz redonda y ojos muy claros que se llamaba Daniela. No sé mucho más de ella porque si bien compartíamos piso, estábamos en sectores distintos. Alguna vez cruzamos un saludo de ascensor pero jamás hablamos.
Sin embargo, un día, de la nada, me imaginé que tendría una pésima relación con su padre. Un vínculo tenso, en el que ella sentía que nunca cumplía los estándares que él fijaba y lo decepcionaba continuamente. Veía a Daniela triste en un festejo de cumpleaños, llorando porque había hecho una torta para su papá y a él no le había gustado. La imaginaba dedicando sesiones enteras de terapia a este episodio y hundida cada vez más en su frustración por no poder complacer a ese tipo al que mi mente bautizó como Claudio.
Todo esto lo inventó mi cabeza, sin ningún elemento de la vida real que pudiese dispararlo. Simplemente me gusta inventar historias sobre la gente que conozco y también sobre la que no, por ejemplo en el transporte público.
Es muy probable que a vos, que estás leyendo esto, la primera vez que nos vimos te inventé una historia. No todas son tan bajoneras como la que le tocó a Daniela, eh. En algunas, mi fantasía convierte a alguien en un atleta juvenil que ganaba todas las medallas o en una viajera que vivió aventuras geniales alrededor del mundo.
¿Y vos? ¿De qué episodio imaginario me hiciste protagonista?

martes, 26 de mayo de 2020

Me revuelve las tripas

Hace poco, me invitaron a dar una charla a un colegio del que fui alumno. Creo que fue en concepto de "egresados exitosos". Ni me imagino cómo les fue a los demás, entonces.
Llegué medio sin saber qué decir y justo vi a Susana, la profesora de geografía. Eso me dio el pie para lo que quería decir:
"Susana, acá presente, nos enseñó algunas cosas sobre Bangladesh. Limita con India y Myanmar, es el octavo país más poblado del mundo, formó parte de Pakistán hasta 1971. Pero nunca nos habló de Salim.
"Salim vivía conmigo y trabajaba como lavaplatos en una pizzería en Italia. Venía de un pueblito al Sur de Bangladesh, un lugar con un nombre que nunca aprendí a escribir. Tampoco a pronunciar.
"Por la falta de laburo y oportunidades en su tierra, tuvo que ir a probar suerte a Europa. Trabajaba más de once horas por día, seis días por semana, por un puñado de euros que le alcanzaba para vivir y poder mandar un poco a su familia.
"Fumaba todo el día como una chimenea, pero el tabaco era su único vicio. Y mirar cada tanto un partido de cricket. Bangladesh es un país islámico así que no toman alcohol, aunque Salim, al no ser practicante, se permite un traguito cada tanto. Pero no está acostumbrado: una vez se juntó en casa con unos compatriotas a tomar una birra, y al rato estaba riéndose y chocándose los muebles. Lo mismo con el café, con media taza ya le temblaba la mano.
"Hablaba la lengua bangla de su país, el dialecto de su pueblo, un poco de italiano y otro poco de inglés. Nos costaba comunicarnos, pero cada tanto lo lográbamos y comíamos juntos el arroz de grano largo que preparaba con verduras y pescado o carne. Muuy picante. Todos los días el mismo menú: arroz con alguna otra cosa, que comía sin cubiertos. Directamente con la mano.
"Aunque vivía con la guita justa, siempre me ofrecía de su comida: 'Mangiare riso, mangiare'. Tuvo que aprender a cocinar a la fuerza, porque en su pueblo son las mujeres las que se encargan de eso, mientras los hombres trabajan. A sus treinta años, su familia veía mal que siguiera soltero, pero me contó que allá había una chica que lo esperaba para casarse.
"En su día a día, Salim debía lidiar con discriminación y maltrato. Que lo confundieran con un indio, que lo despreciaran por no hablar italiano, que no tuviera más opciones que lavar platos o vender chucherías en la calle. Sufrir el desarraigo y la soledad del inmigrante forzado, que es distinta a la de quien va a juntar kiwis a otro país para vivir una aventura.
"Con esto que les cuento no quiero atacar a Susana ni al resto de los docentes. Solamente quería recordarles que hay cosas que no se aprenden en el aula".

jueves, 16 de abril de 2020

El bajo posee una extensión vocal de más de dos octavas

Hace ya varios años, un amigo se encontró a Luis Alberto Spinetta en una estación de servicio. Lo único que se le ocurrió fue decirle "¡Grande, Flaco!". Y él le respondió: "Grande es lo que está por venir".
Siempre recuerdo la anécdota porque me parece, cuándo no tratándose de Spinetta, muy inusual. Y es que nunca miramos hacia adelante; tenemos la vista fijada en el espejo retrovisor. De este lado del Río de la Plata, nuestro pensamiento está muy atravesado por esa idea de que "todo tiempo pasado fue mejor".
Está presente en todo: la nostalgia a la época del "granero del mundo" (aunque la fiesta fuera la para unos pocos) y el gran país que pudimos ser y no fuimos. De los epítetos acerca de Buenos Aires, este es mi favorito: "La capital de un imperio que nunca existió".
Es que Buenos Aires es melancolía. La urbe europea que quiso ser y quedó ahí. Una ciudad que se mira desde la ventana de un bar, una tarde de lluvia, entre el humo del café y la discusión capaz de cambiar el mundo.
Esto también vive en el fútbol. Hablá con cualquiera que peine canas y te dirá "Pibe, equipos eran los de antes". Esa edad de oro en la década del 40 en la que éramos los recontra mejores de todos pero nunca se pudo demostrar porque no había mundiales... Y el Diego. No hay día en la vida de Messi en el que no lo comparen con Maradona.
Ah, y el tango. "Un pensamiento triste que se baila" (aunque Borges no estará de acuerdo)... Amén de lo que ya sabemos de sus letras y músicas melancólicas, también está anclado en el pasado: Gardel cada día canta mejor, pero ya no hay otro. Las canciones son siempre las mismas y no hay cantores nuevos.
Para redondear este desvarío que no va hacia ningún lado, he aquí una cita de lo que dice al respecto Juan Pablo Castel, en la pluma del Maestro de Santos Lugares: “En realidad, siempre he pensado que no hay memoria colectiva, lo que quizá sea una forma de defensa de la especie humana. La frase 'todo tiempo pasado fue mejor' no indica que antes sucedieran menos cosas malas, sino que —felizmente— la gente las echa en el olvido”.

jueves, 2 de abril de 2020

Your resume was not selected for the next round

Chewbacca
viejo y peludo
sos el amigo que todos deberíamos tener.
Siempre aguantando los trapos
y listo para cagarte a tiros con los Stormtroopers.
Pero a vos Chewbacca
nadie te pregunta cómo te sentís
ni cuáles son tus mambos.
¿Extrañás tu planeta?
¿Te preocupa el futuro?
¿Pusiste guita en Bitcoins?
Te convirtieron en un partenaire
para que Han Solo se luzca y quede como un duque.
Pero, ¿y vos?
Ningún nene quiere jugar a ser Chewbacca.
Y tampoco protagonizaste Avión presidencial ni Blade Runner.
Ser Chewbacca es como ser Robin o Luigi
pero con una nave zarpada.
Chewbacca Chewbacca
qué grande sos.
Vos también te merecés
un amigo como vos.

jueves, 26 de marzo de 2020

In diretta

Ya sé que pasaron diez años desde la última vez que nos vimos. Bueno; nueve años, diez meses y dieciocho días.
Pero todavía hoy, en cada subte, cada bondi, cada plaza y cada semáforo, miro a la cara a todas las personas con las que me cruzo, esperando encontrar ese oasis que para mí era tu sonrisa.
Ni sé qué fue de tu vida. Pero yo te sigo buscando.

jueves, 12 de marzo de 2020

Y renunció a sus acciones

Hoy cambié mi número de teléfono. Y cada vez que pasa eso, tengo un ritual que cumplir.
Todo comenzó a finales de los '90. El profesor Adolfo nos convocó a varios de la división a una prueba un martes a la noche, para conformar el representativo del colegio en nuestra categoría. En una institución con fuerte presencia futbolera, por donde había pasado uno de los mayores goleadores argentinos, ser parte de "la Selección" — así llamaban al equipo — era todo un privilegio.
Me presenté esa noche con mis ocho o nueve añitos y mis zapatillas blancas, porque no tenía botines. Era un defensor sin visión de juego aunque muy eficaz en espacios chicos, pero jamás había jugado en cancha de once. No sabía dónde pararme, ni cuándo correr, ni cuándo quedarme quieto, ni cuándo salir. Jugué primero para los de pechera y después Adolfo me cambió y me puso con el otro equipo. Creo que nunca terminé de entender qué estaba haciendo ahí.
Un par de días después, a través de mi amigo Nahuel, el profesor me mandó a decir que por el momento no fuera más, "pero que, ante cualquier cosa, él me llamaba".
Pasó un tiempito y no me llamó. Pero nunca me resigné. Es por eso que aún hoy, más de veinte años después, cada vez que cambio el número le aviso a Adolfo en caso de que me quiera convocar para la Selección.

miércoles, 11 de marzo de 2020

Quieres una manzana

Quizás alguna vez te cruzaste con la calle Carlos Calvo y pensaste que tenía que ver con Carlín, el actor.
Pero no.
Tampoco con Carlos el Calvo, emperador carolingio del siglo IX. Ni con Carlos Calvo Beristain, defensor mexicano que ahora juega en el Jamshedpur FC de India.
Es por Carlos Calvo, jurista, diplomático e historiador argentino. Es autor de la Doctrina Calvo, que establece que si te pasa algo en otro país, mejor que recurras a un tribunal local y no te pongas a hinchar los huevos en las embajadas con presiones diplomáticas y cosas así. Mucho menos con una invasión de las fuerzas armadas de tu país al territorio donde tuviste este problemita. ¿Entendiste, Estados Unidos?
Pero volvamos a Carlín. Al actor. El chabón se llama Carlos Calvo a secas. Para no tener el mismo nombre que una calle, por consejo del guionista Hugo Moser se agregó el nombre de su hermano mayor: Andrés.
Por eso, cada vez que veas el cartel de una calle, recordá cuántas giladas se pueden contar a través de su nombre.
¡Buen comienzo de semana!

viernes, 28 de febrero de 2020

Treinta

Tenía apenas meses, así que no vi por tele cuando cayó el Muro de Berlín. Y ni siquiera había nacido cuando el Diego levantó la copa. Entre mis primeros recuerdos están la guerra en Bosnia y haber visto Aladdín en el cine.

Hoy, las noticias hablan del coronavirus y en las salas están dando Parasite. Miro el resumen de la tarjeta. Me quedan seis cuotas de las últimas vacaciones pero ya tengo que empezar a planear las próximas, que voy a volver a pagar con guita que no tengo. Claro, si cada mes alcanza exactamente para el alquiler, comer, cargar la SUBE y alguna salida. Porque ahora, para existir, tenés que ir más o menos seguido a alguna cervecería y tener una opinión formada sobre cuatro o cinco variedades: que la ipa esto, que la scottish aquello. Si sobra un cachito de plata después de todo esto, se irá en un recital o un libro.

No trabajo de lo que estudié pero me gusta pensar que tiene alguna remota relación. Así que la mayor emoción de la semana es esperar la llegada del viernes. Al menos tengo el privilegio de no laburar los sábados ni los domingos. Ah, libertad. No sé para qué, igual. Quizás adelantar algunos capítulos de la serie en Netflix. O ver si consigo match en Tinder. Ir a algún lado en Uber. Si tengo paja de cocinar, pedir algo por Rappi. La tiranía de las apps. ¿De qué me sirve ahora todo lo que sabía sobre Windows 98? ¿Dónde quedó lo de "Ahora puede apagar el equipo"?

Perdón, paro un segundo para subir a Instagram una foto en la barbería, donde me acaban de hacer el corte de pelo reglamentario símil jugador de fútbol. Listo. Ah, no parezco tan feliz en la foto. Mejor otra más sonriente. Ahora sí. Esta va bien. Lo de la imagen es un tema serio, nuestra generación pasó por Fotolog, Facebook, Twitter, ahora Instagram... y preparensé para TikTok.

Afortunadamente hay un remedio para estas absurdas angustias: consumir. Muy de a poco estoy tratando de juntar para comprarme un auto. En un tiempo, desde luego, voy a cambiarlo por uno más grande. Y después otro más grande. Y todo así.

También hay espacio para socializar, eh. Siempre de la mano de gastar guita. Anoche fuimos en grupo a la casa de una pareja amiga. Abrimos un vino y elogiamos su calidad, aunque yo no entiendo nada y la única distinción que puedo hacer es entre tinto y blanco. Igual, dije que tenía buen cuerpo y todos coincidieron y celebraron la agudeza de mi comentario. Enseguida nos hicieron un petit tour por la casa y los felicitamos por su hermoso hogar, lleno de vinilos autoadhesivos en las paredes con frases sobre cómo ser felices, lograr las metas y esas cosas.

Uno de los pibes se manchó la camisa con salsa, pero el anfitrión le prestó una suya. Le pudo haber pasado a cualquiera, porque todos estábamos de camisa. La charla enseguida se fue a qué bien que le está yendo a Racing en este campeonato (¿volvió a aumentar el Pack Fútbol?) y los planes de tener hijos y Mercurio retrógrado y que CrossFit en tal gimnasio es más barato pero el profesor es medio medio.

El menú de la cena también incluyó palta, mix de semillas y dos veces la palabra "integral". No hubo postre pero tomamos café de cápsula mientras, en algún lugar del mundo, George Clooney se reía de nosotros. A pesar de todo fue una linda velada, creo.

Hoy es viernes y se supone que tengo que estar feliz. Qué presión, ¿no? A veces prefiero esperar a que llegue rápido el lunes y que todo vuelva a empezar.

viernes, 17 de enero de 2020

La mesa de entradas cerró, pa

A fines de la época republicana romana, el río Rubicón marcaba la frontera entre el territorio de Roma, al Sur, y la provincia de la Galia Cisalpina, al Norte. Esto implicaba que ningún general podía cruzarlo con sus ejércitos en dirección a la capital, para evitar golpes de estado y problemas militares internos.

Cuando la República se encontraba a las puertas de la Segunda guerra civil, Cayo Julio César llegó con sus tropas a la orilla Norte del Rubicón. Sabía que si traspasaba la frontera se iba a armar quilombo y no habría marcha atrás. Pensó y pensó y tomó una decisión. Dijo "Ya fue, que se pudra todo", que en latín se dice "Alea iacta est". Hay quienes lo traducen mejor como "La suerte está echada" o "Los dados fueron lanzados".

Cruzado el río, Julito venció a los conservadores liderados por Pompeyo e inauguró un gobierno autocrático. Pero esa es otra historia, al igual que sus batallas previas con Ásterix y sus encuentros con Cleopatra.

La expresión "Cruzar el Rubicón" nos quedó para hablar de esa acción que nos lanza hacia algo con consecuencias irreversibles y donde sólo nos queda avanzar. Algo similar a "Quemar las naves".

Hay gente que cruza el Rubicón alguna vez en su vida. Otros, lo atraviesan tantas veces que ya les hacen un carnet de viajeros frecuentes. Y hay quienes pasan todos sus años en la orilla, mirando hacia el otro lado haciéndose visera en los ojos con la mano, imaginando qué hay más allá. Pero nunca se atreven a cruzarlo.
¿Vos cuál sos?