— ¿Venís a jugar a la pelota hoy? Nos falta uno —
me dijo mi primo aquella tarde. No conocía a sus amigos, pero no me
pareció un impedimento para ir. Accedí y me calcé los botines.
La
rompí. Jugué como nunca en la vida. No podría explicar por qué ese día
se rompió la continuidad espacio temporal en este rincón del universo y
de pronto yo estaba tirando caños, pisandolá y haciendo pases gol de
pecho. Cosas que nunca, pero nunca pasan, de manera que esos pibes
construyeron una imagen errónea de mí.
Después del partido, aún
conmovidos por mi desempeño en ese artificial césped, me invitaron a un
asado. Rápidamente me abrieron las puertas de sus corazones, tal como
mis pases entre líneas habían abierto espacios en la defensa contraria.
Naturalmente,
a la semana siguiente volvieron a convocarme. En la primera jugada, un
petiso con el pantalón de Lanús me dejó pagando con un caño. Al rato fui
al arco y un disparo tenue de un delantero rival se me filtró entre los
brazos y entró.
Quizá los demás pensaban que era una mala tarde. En
realidad, se trataba de mi verdadera condición que quedaba en evidencia:
quería parar la pelota y me pasaba por abajo del pie, erré varias
voleas, no llegaba a ningún pase largo.
Así durante dos o tres jueves
más, hasta que dejaron de llamarme y mi breve participación en sus
vidas quedó en el olvido. Me reemplazaron por uno que no tiraba centros
de rabona ni atajaba con los codos, pero al menos era capaz de devolver
los pases y no se tropezaba cuando intentaba pisar la pelota.
Qué
importante entonces es ser medidos en la primera impresión que causamos,
para no alimentar una falsa imagen que luego caerá como el Hindenburg,
regando de desilusiones a aquellos espíritus que tanto vieron (o
creyeron ver) en nosotros.