lunes, 27 de mayo de 2019

El problema de una buena primera impresión

— ¿Venís a jugar a la pelota hoy? Nos falta uno — me dijo mi primo aquella tarde. No conocía a sus amigos, pero no me pareció un impedimento para ir. Accedí y me calcé los botines.
La rompí. Jugué como nunca en la vida. No podría explicar por qué ese día se rompió la continuidad espacio temporal en este rincón del universo y de pronto yo estaba tirando caños, pisandolá y haciendo pases gol de pecho. Cosas que nunca, pero nunca pasan, de manera que esos pibes construyeron una imagen errónea de mí.
Después del partido, aún conmovidos por mi desempeño en ese artificial césped, me invitaron a un asado. Rápidamente me abrieron las puertas de sus corazones, tal como mis pases entre líneas habían abierto espacios en la defensa contraria.
Naturalmente, a la semana siguiente volvieron a convocarme. En la primera jugada, un petiso con el pantalón de Lanús me dejó pagando con un caño. Al rato fui al arco y un disparo tenue de un delantero rival se me filtró entre los brazos y entró.
Quizá los demás pensaban que era una mala tarde. En realidad, se trataba de mi verdadera condición que quedaba en evidencia: quería parar la pelota y me pasaba por abajo del pie, erré varias voleas, no llegaba a ningún pase largo.
Así durante dos o tres jueves más, hasta que dejaron de llamarme y mi breve participación en sus vidas quedó en el olvido. Me reemplazaron por uno que no tiraba centros de rabona ni atajaba con los codos, pero al menos era capaz de devolver los pases y no se tropezaba cuando intentaba pisar la pelota.
Qué importante entonces es ser medidos en la primera impresión que causamos, para no alimentar una falsa imagen que luego caerá como el Hindenburg, regando de desilusiones a aquellos espíritus que tanto vieron (o creyeron ver) en nosotros.