Cuando me iba de tu casa, me saludabas desde el balcón hasta que cruzaba
la plaza. Me causaba gracia que, a tu pesar, te parecías a Evita.
Pero
para mí fuiste más que Evita, porque era con vos que charlábamos hasta
tarde en el balcón, eras vos la que roncaba en mi cuarto, eras vos la
que me esperaba con milanesas.
Eras vos la que me llevaba de la mano
por las calles de la infancia y me enseñaba cómo sonaban las letras
cuando iban juntas. La de los mates extra dulces. La de los libros. La
de "que te destapen la gaseosa adelante tuyo". La que se levantaba a
cualquier hora a mirar tenis, la de Isabel Pantoja y del tango. La que
curaba el ojeado y amasaba ñoquis en un toque.
Un día te fuiste.
Estabas ahí, pero te habías ido. No te bancaste más a la tristeza, tu
vieja compañera de vida, y decidiste olvidar.
Cuando medía apenas un
metro te había prometido que cuando fueras vieja (parece ser que, para
mí, todavía no lo eras) te iba a ayudar a cruzar la calle. No tuve
muchas chances, porque tampoco quisiste caminar más.
Hasta que te
fuiste en serio. Formalmente, digamos. Sin vos, Buenos Aires es más
gris. Pero te tiene también en cada esquina, y por eso es mi ciudad
favorita en el mundo.