Hace poco encontré la conversación de MSN en la que preparaba el terreno
para dejarte. Dejarte, sí, yo a vos, un cararrotismo que pica en punta
entre mis mayores desaciertos.
En la letra comic sans que se usaba
en ese tiempo, intentaba esbozar una explicación de por qué no aparecí
ese jueves en el que nos íbamos a ver. "Jugaba a la pelota con los
pibes", tecleaba sin ponerme colorado. "Los pibes"... Hoy lo leo y me da
la sensación de que creía vivir en una publicidad de Quilmes,
donde sólo importaban esos peculiares códigos de amistad y cualquier
mínima señal de cuidado o interés por una piba ya te hacía merecedor del
mote de pollerudo.
Con el diario del lunes, diría que fue para
bien. Al poco tiempo conociste a alguien mejor, más luminoso, enérgico y
talentoso, con quien lograste grandes cosas. Vos tenías fe en mí, veías
un potencial y me alentabas a hacer, a crear. Claro, no sabías aún que
estabas ante una sabandija oscura y miserable que prefería tomar birra y
hablar a los gritos con otros muchachones, en vez de compartirla con
vos y crear un universo juntos.
Te causaba gracia mi forma de reírme
en el cine: en silencio, como para adentro. Mezquina, quizá. Egoísta.
La tuya era radiante, estridente, contagiosa. Transmitía cosas. En ese
detalle tan banal estaba la diferencia.
Y te dejé yo, con ínfulas de no sé qué.
En Luna de Avellaneda, el personaje de Eduardo Blanco le recrimina a
Cristina, encarnada por Valeria Bertuccelli, que ella no se banca el
amor. Y yo, ahí, parado en mi Riachuelo e inmerso mi podredumbre,
tampoco me lo banqué.
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