martes, 24 de septiembre de 2019

Allegro assai

Hace poco encontré la conversación de MSN en la que preparaba el terreno para dejarte. Dejarte, sí, yo a vos, un cararrotismo que pica en punta entre mis mayores desaciertos.
En la letra comic sans que se usaba en ese tiempo, intentaba esbozar una explicación de por qué no aparecí ese jueves en el que nos íbamos a ver. "Jugaba a la pelota con los pibes", tecleaba sin ponerme colorado. "Los pibes"... Hoy lo leo y me da la sensación de que creía vivir en una publicidad de Quilmes, donde sólo importaban esos peculiares códigos de amistad y cualquier mínima señal de cuidado o interés por una piba ya te hacía merecedor del mote de pollerudo.
Con el diario del lunes, diría que fue para bien. Al poco tiempo conociste a alguien mejor, más luminoso, enérgico y talentoso, con quien lograste grandes cosas. Vos tenías fe en mí, veías un potencial y me alentabas a hacer, a crear. Claro, no sabías aún que estabas ante una sabandija oscura y miserable que prefería tomar birra y hablar a los gritos con otros muchachones, en vez de compartirla con vos y crear un universo juntos.
Te causaba gracia mi forma de reírme en el cine: en silencio, como para adentro. Mezquina, quizá. Egoísta. La tuya era radiante, estridente, contagiosa. Transmitía cosas. En ese detalle tan banal estaba la diferencia.
Y te dejé yo, con ínfulas de no sé qué.
En Luna de Avellaneda, el personaje de Eduardo Blanco le recrimina a Cristina, encarnada por Valeria Bertuccelli, que ella no se banca el amor. Y yo, ahí, parado en mi Riachuelo e inmerso mi podredumbre, tampoco me lo banqué.

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