miércoles, 16 de septiembre de 2020

Sheoak

Mi abuela me salvó la vida. Me enseñó cosas que me ayudarían a sortear problemas y me sacaba las semillas de las mandarinas para que no me las tragara.

Pero hubo una ocasión en la que, con toda la literalidad posible, mi abuela me salvó la vida.

Fue una noche de abril, hace más de diez años. Me acuerdo porque nos habíamos juntado en lo de Guille por su cumpleaños, a la vuelta de casa.

Mis recuerdos de esa previa se diluyeron en una jarra de fernet que iba pasando, pero que se quedaba conmigo más de lo debido. Sí puedo reconstruir que enseguida acusé sentirme mareado y alienado, así que decidí que era mejor volver a casa y no salir.

Me acuerdo de que, impaciente, no esperé a que Guille me abriera. Salté la reja y caminé las dos cuadras. El otoño ya pegaba fuerte en la capital nacional del pulóver, pero yo estaba así nomás, sin campera, como se está a los veinte años. Al día siguiente, le atribuiría al golpe de frío lo que había pasado.

Llegué a casa y me acosté en el cuarto que compartía con mi abuela, que estaba de visita.

Al rato, ella se levantó alarmada a despertar a mi papá: "¡Agustín está tosiendo mucho, creo que se está ahogando!". Peor que eso. Agustín estaba en la cama boca arriba, con la cabeza en un charco de vómito y las vías respiratorias bloqueadas por los pedazos de comida regurgitados.

Mi viejo me despertó, me sentó y me ayudó a levantarme, bañarme y todo eso. A “rescatarme”, como decíamos en ese tiempo.

Pero el gran rescate fue el de mi abuela, que, con su sueño liviano y su siempre presente preocupación, me salvó de una muerte propia del más reventado rocanrol setentoso y posibilitó que esta historia pudiera contarse en primera persona.

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