viernes, 14 de mayo de 2010

Chuf

Resulta que estaban dos norteamericanos vacacionando en México. Después de cinco días en el DF ya estaban emboladísimos, habían visto todo y estaban re podridos de la contaminación y de que levantás una baldosa y salen diez mexicanos. Entonces se quedaban en el hotel, tirados en el sillón, jugando al culo sucio y comiendo tacos.
Entonces, uno de ellos (llamemoslé "Christopher"), se asomó por la ventana con su mejor cara de naipe y vio un pasacalles que le llamó frondosamente la atención: "Gran fiesta del Chuf. Miércoles 18 horas en Plaza Hidalgo".
- ¿Hoy es miércoles, Ernest?
- Ni idea.
Ah, los yanquis son así. Le preguntaron al conserje y resulta que sí, que ese día era miércoles. Entonces decidieron ir a la Gran fiesta del Chuf. Era preferible antes que seguir tirados en el sillón gastandolé el oxígeno a otros turistas que sí querían recorrer la otrora gran capital azteca.
Antes de llegar observaron una inmensa multitud colmando la plaza, desde los típicos mariachis hasta gente de traje; incluso vieron un astronauta. Todos gritando desaforadamente, alzando sus manos al cielo como en un ritual pagano de principios de nuestra era. En medio de la plaza, se alzaba imponente un escenario lleno de luces, con un coro danzante de muchachitas vestidas de sirenas que rodeaban a un personaje, manteniendoló oculto.
Tras una explosión de fuegos artificiales detrás del escenario, las sirenitas abrieron su ronda y dejaron ver a un hombre moreno, de barba oscura, vestido con un traje impecablemente blanco, que empuñaba un micrófono. Se dirigió a la multitud:
- ¿Quieren chuf?
- ¡Queremos chuf, queremos chuf, queremos chuf! - gritaba la desaforada muchedumbre, golpeando las palmas.
- Bueno, voy a necesitar que me traigan el balde dorado del Rey Carlos.
Entonces, en medio de la enorme masa de gente se conformó un grupo de alrededor de treinta personas, entre ellos los dos norteamericanos, que serían los encargados de responder a la petición del hombre del traje blanco.
Juntos, subieron la montaña, bajaron la montaña; subieron la sierra, bajaron la sierra; subieron al barco, cruzaron el río, bajaron del barco; subieron al avión, bajaron del avión; subieron al helicóptero, bajaron del helicóptero.
Entraron al templo del Rey Carlos y vieron que su balde dorado estaba sobre un pedestal, bajo ese tenue rayo de luz que lo iluminaba tipo Indiana Jones y los cazadores del Arca Perdida. Simplemente tomaron el balde y se lo llevaron.
Subieron al helicóptero, bajaron del helicóptero; subieron al avión, bajaron del avión; subieron al barco, cruzaron el río, bajaron del barco; subieron la sierra, bajaron la sierra; subieron la montaña, bajaron la montaña.
- Señor, aquí le traemos el balde.
- ¡Oh sí, el balde dorado del Rey Carlos! - vociferó el barbudo, mientras lo levantaba sobre su cabeza y señalaba con su pubis a la multitud. Ésta vitoreaba fuertemente, saltando al compás de sus furiosos cánticos:
- ¡Queremos chuf, queremos chuf, queremos chuf!
- Entonces, necesito.. ¡lava del volcán Turrialba!
Mientras una banda comenzaba a tocar y a volver loca a la gente presente, la comisión que le llevaba las cosas al tipo de blanco partió nuevamente a la aventura.
Subieron la montaña, bajaron la montaña; subieron la sierra, bajaron la sierra; subieron al barco, cruzaron el río, bajaron del barco; subieron al avión, bajaron del avión; subieron al helicóptero, bajaron del helicóptero.
Christopher se asomó al cráter del volcán; hacía un calor de putas madres. ¿Cómo harían para conseguir la lava? Afortunadamente uno de los personajes del grupo había sido medallista olímpico de Hacer cadenas humanas y sacar lava de un volcán activo en un vasito de telgopor. Así que se pusieron todos en fila, cada uno se tomó de los pies del que tenía adelante y se arrojaron al cráter, sostenidos por una soga atada a los pies del último de la hilera. Ernest había quedado abajo de todo, por lo que fue el responsable de llenar de lava un vasito de telgopor, tipo los de café. Cumplida la misión, emprendieron el regreso.
Subieron al helicóptero, bajaron del helicóptero; subieron al avión, bajaron del avión; subieron al barco, cruzaron el río, bajaron del barco; subieron la sierra, bajaron la sierra; subieron la montaña, bajaron la montaña.
- ¡Señor de traje blanco, fue arduo y duro, pero conseguimos la lava!
- ¡La lava del volcán Turrialba! - gritó el animador.
La venta de cerveza entre la muchedumbre había vuelto todo más festivo. Todos saltaban, revoleaban sus remeras, las damas hacían topless sin reparo alguno y los punguistas se hacían el año. Por suerte, para documentar todo estaba Facundo Pastor, quien se encontraba haciendo un informe sobre los robos en la Fiesta del Chuf.
- ¿Quieren chuf? - preguntaba, tendencioso, el barbudo.
- ¡Queremos chuf, queremos chuf, queremos chuf!
- Si quieren chuf, me tendrán que traer un poco de hielo de la Antártida.
Hacia el continente blanco partió la comisión: subieron la montaña, bajaron la montaña; subieron la sierra, bajaron la sierra; subieron al barco, cruzaron el río, bajaron del barco; subieron al avión, bajaron del avión; subieron al helicóptero, bajaron del helicóptero.
Al llegar, se preguntaron para qué habían ido treinta personas a buscar un poco de hielo. También se preguntaron por qué no le llevaban cubitos del freezer y listo, total qué se iba a dar cuenta el chabón de blanco, cuya única misión en la vida parecía ser la de incitar a la gente al descontrol. ¿Qué intenciones ocultas tendrá ese barbudo? ¿Sería un terrorista musulmán? ¿Qué onda eso del chuf? ¿Lady Di estaba embarazada cuando se murió?
Cuando se dieron cuenta, ya estaban de vuelta con el hielo antártico en una práctica heladerita como para llevar de camping.
Subieron al helicóptero, bajaron del helicóptero; subieron al avión, bajaron del avión; subieron al barco, cruzaron el río, bajaron del barco; subieron la sierra, bajaron la sierra; subieron la montaña, bajaron la montaña.
Le entregaron el trozo de hielo al tipo de blanco, mientras la multitud seguía enfervorizada.
- ¡Queremos chuf, queremos chuf, queremos chuf!
- Habrá chuf señores, habrá chuf... pero antes, un último pedido: ¡la espada Excalibur!
"Eso sí será un quilombo para conseguir", pensó Christopher. Sin embargo, el grupo ya sabía dónde buscar.
Subieron la montaña, bajaron la montaña; subieron la sierra, bajaron la sierra; subieron al barco, cruzaron el río, bajaron del barco; subieron al avión, bajaron del avión; subieron al helicóptero, bajaron del helicóptero.
Arribaron a un viejo castillo en medio de la campiña inglesa. Viejos escudos de armas y cuadros del siglo X convivían con LCD de 38 pulgadas. En una habitación fría, oscura, se encontraba la legenderia espada Excalibur, blandida siglos atrás por el Rey Arturo para combatir a sus enemigos y para cortar el pan, que era más que duro por aquellos años. Iban a tomarla, cuando el guardián de aquel virtuoso acero los detuvo.
- ¡Alto viles bellacos! ¿A dónde lleváis esta orgullosa pieza, digna sólo de los más valientes monarcas, aquellos de espíritu noble y combativo que luchan por la grandeza de su nación y el orgullo de los dioses?
- Uh, perdone señor, nos la pidió un chabón de barba y traje blanco, para la Fiesta del Chuf, ¿vio?
- ¡Ah, la Fiesta del Chuf! Lo bien que la hemos pasado ahí, sí, llevenlá loco, llevenlá. ¡Un saludo grande al barbudo, eh!
Un poco extrañados, regresaron al DF mexicano. Subieron al helicóptero, bajaron del helicóptero; subieron al avión, bajaron del avión; subieron al barco, cruzaron el río, bajaron del barco; subieron la sierra, bajaron la sierra; subieron la montaña, bajaron la montaña.
Cuando llegaron, la gente estaba que explotaba. Grupos de no menos de seis personas fornicando frenéticamente, otros gritando arrojándose cerveza en el cuerpo, saltando sin parar, bailando, haciendo que el más fanático de los hedonistas quedase en vergüenza.
- ¡Queremos chuf, queremos chuf, queremos chuf!
Al entregarle la espada al tipo de blanco, la multitud estalló en vítores y gemidos de placer. El animador la levantó en el aire, se quitó el saco, se tomó el pubis y preguntó una vez más:
- ¿Quieren chuf?
- ¡Queremos chuf, queremos chuf, queremos chuf!
- ¡Entonces va a haber chuf!
Teniendo como fondo permanente los gritos de la gente, el hombre de blanco pidió ayuda a Ernest.
El turista yanqui colocó la lava en el balde dorado. El barbudo tomó la espada, y sucedió algo inédito: la multitud enmudeció. Ya no había gritos; todos seguían atentamente con la mirada los movimientos del hombre, hipnotizados por el transterrenal brillo del acero de Excalibur. Sus bocas abiertas denotaban la máxima concentración, la mayor de las atenciones que jamás habían prestado en sus cortas o largas vidas, según el caso.
Ante los ojos atónitos de la gente, sumergió la espada en la ardiente lava. Nadie sabía qué podía ocurrir. Christopher se encontró a sí mismo observando detenidamente, cuando unas horas atrás se reía escépticamente de esto del "chuf".
Se acercaba el final. El barbudo sostuvo la espada, que permanecía incandescente por la lava y se acercó a Ernest, quien sostenía la heladerita traída de la Antártida. Lentamente, el animador metió la espada caliente en el hielo y... chuf.

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