jueves, 22 de noviembre de 2018

Humo

Tomó el cigarrillo delicadamente, ejerciendo una suave presión sobre el filtro con la punta de los dedos índice y pulgar de la mano derecha. Lo retiró del paquete sin resistencia, como Arturo sacó la espada de la piedra. El siguiente paso para él fue darle dos golpes secos contra la palma de la mano, tal como le había enseñado su primo mayor la primera vez que fumó, hacía más de veinte años.

¿Cuántos cigarrillos habrían pasado por su boca desde entonces? No importaba. Ahora, todo lo que le interesaba era ese.

Su lengua humedeció pausadamente sus labios un segundo antes de que capturara al cigarrillo entre ellos. Allí lo sostuvo mientras agitaba la cajita de fósforos para intentar adivinar, gracias al ruido, cuántos había. Pensó en un número.

Abrió la caja y vio que había acertado: quedaba uno. Su cara ejecutó una mueca que fue lo más parecido a una sonrisa que había hecho en el último tiempo. Raspó el fósforo contra el papel rugoso de la cajita y se detuvo unos segundos a contemplar la pequeña llama, antes de acercarla a su cara y prender el cigarrillo mientras le daba las primeras pitadas. Paladeó cada molécula de humo antes de tragarlo mientras echaba su cabeza hacia atrás.

Se recostó en la pared con los brazos colgando a su lado mientras sostenía el cigarrillo entre el índice y el mayor de su mano derecha. Miró hacia la nada unos segundos: diez, veinte, treinta. Volvió a llevarse el tabaco a la boca y le propinó una firme y profunda inhalación, mientras podía sentir el humo acariciar su lengua y bajar por la faringe rumbo a los pulmones.

No sintió ningún apuro en exhalar. Dejó que fuera el propio humo el que decidiera cuándo hacerse camino de regreso y volver al exterior.

Pitó de nuevo, esta vez de forma más corta, mientras sentía cómo el alquitrán bailaba con sus papilas gustativas. Dejó salir el humo por la nariz, única gracia que sabía hacer tras intentar durante muchos años, sin éxito, exhalarlo en forma de aros. Luego, echó las cenizas al suelo de manera desordenada. No había cenicero ni nada parecido.

Se cruzó de brazos mirando al piso, mientras el humo de esa pequeña chimenea en su mano se colaba entre el oxígeno que respiraba. Decidió dar las dos últimas pitadas. Largas, en cámara lenta, con la calma y la parsimonia de un artesano. Cada célula de su cuerpo estaba dedicada a disfrutar el sabor, el olor y el tacto de aquella humareda candente ingresando a su sistema.

Expulsó todo el humo que le quedaba y arrojó la colilla al suelo en un movimiento despreocupado. Recién entonces reparó en el uniformado que lo había estado observando mientras fumaba.

- Espero hayas disfrutado tu último cigarro, hijo - le dijo el alguacil, al tiempo que le colocaba los grilletes para llevarlo a la sala de ejecuciones.

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