jueves, 14 de febrero de 2019

Anita

Acabás de bajar del avión en el aeropuerto de Hong Kong. Hasta ahora, un aeropuerto como cualquiera, pero con alguna particularidad. En los carteles, los caracteres chinos conviven en pie de igualdad con palabras en inglés. El tren que va hacia el centro no se puede pagar con tarjeta, así que a buscar un cajero. Hace tiempo que decidiste que no es ninguna vergüenza usar esos carritos para llevar el equipaje en el aeropuerto. Eso libera a tu cuerpo al menos por un rato de cargar con el peso de tus bártulos. Ponés las dos mochilas encima, la grande y la chiquita, y encarás para el cajero. Dejás el carrito a un costado y sacás unos dólares para el pasaje de tren.

Cuando mirás de nuevo tus mochilas, enseguida notás algo raro: ¡falta la más chica! ¡No puede ser, te falta la mochila! Pasaporte, computadora y otras cosas chiquitas pero muy importantes, desaparecidas. Estás solo, a miles y miles de kilómetros de alguien conocido. Te resistís al primer impulso, que es hacerte una bolita en el piso y ponerte a llorar. Hay que actuar. ¿Habrá un consulado argentino en Hong Kong? ¿cuánto me va a costar un pasaporte nuevo emitido acá? Va a tardar una bocha, ¿no?

Esperá. Bajá un cambio. Tratá de pensar qué pasó. Es difícil que te la hayan robado, mal que mal el carrito estuvo en tu campo visual casi todo el tiempo. Un robo no es imposible, pero es poco probable. Quizá se te cayó. ¿Te acordás positivamente de que la mochila estuviera en el carrito cuando la dejaste al lado del cajero? La verdad, no. Tal vez para entonces ya no estaba.

Tenés que volver sobre tus pasos y buscar. "Hola señor, ¿vio una mochila verde así y asá?". "No". Cada segundo que pasa necesitás más respiraciones para bajar la ansiedad y no caer en la desesperación. Nadie vio nada. ¿Habrá cámaras? ¿A quién le puedo preguntar? "Hola señor que parece ser de seguridad, ¿a dónde puedo ir si perdí mi mochila?". "Preguntá en aquel escritorio".

Llegás. No creés que vaya a servir de mucho - ¿y qué cosa sí serviría? - pero hay que agotar las instancias disponibles. Le decís a la chica que perdiste la mochila. Sí, verde. De este tamaño más o menos. Hace unos quince minutos. Sí. Sí, está el pasaporte. Ahí escuchás una respuesta increíble: "La tenemos, está en el otro mostrador". En un suspiro de alivio largás todo el aire contenido, todos tus músculos aflojan la tensión insoportable que tenían y casi te desplomás en el piso. Gracias, gracias, gracias. Querés saltar el mostrador y darle un abrazo. Te contenés.

Vas al otro escritorio. Ya más tranquilo. "Qué tal, vengo del mostrador de allá, me dijeron que acá tenían mi mochila". "A ver, decime qué tenía". Le decís. Te pregunta tu nombre en el pasaporte. Tu respuesta es la correcta y con una sonrisa saca la mochila de abajo de la mesa y te la da. "La encontró una mujer del cuerpo de voluntarios". "¿En serio? ¿Dónde está?". "Por la puerta de allá, se llama Anita".

La vas a buscar y la encontrás. Anita. Tu salvadora. Una señora jubilada que pasa un día a la semana como voluntaria en el aeropuerto, guiando a los visitantes y respondiendo a consultas sobre la ciudad. Te cuenta que extraña un poco el Hong Kong de décadas atrás y que le gustaría ir a Argentina a ver bailar tango. Ella encontró tu mochila caída del carrito y la llevó al mostrador de información. Gracias, gracias, gracias. Esta vez no te contenés y le das un abrazo. Gracias Anita. Gracias.

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