Era pequeña, superaba por muy poco el metro de altura. Entró al
local y se sostuvo sobre sus canillas flacas mientras echaba una mirada.
El brillo pícaro de sus ojos apenas tapaba el dolor de siglos de
violencia y explotación sufrido por su gente.
Caminó hasta la parte de los juguetes y eligió un arco y varias flechas con una sopapa en la punta.
- ¿Cuánto sale esto? - me preguntó.
- 16.
Sin
que la decepción ensuciara su rostro, dejó lo que había agarrado y tomó
dos autitos que esperaban estacionados en una caja de plástico.
- ¿Y esto?
- 11.
Dio
media vuelta y los puso donde estaban. Miró otra vez la góndola y me
trajo una pequeña bolsa de red con un puñado de bolitas.
- Eso está 7,50 - le dije.
Contó
las monedas en su mano, sacudió la cabeza y dejó la bolsita en su
lugar. Sus ojos se posaron en el mostrador, donde estaban las golosinas.
- Esto - dijo mientras agarraba un chupetín con un envoltorio de colores chillones. Era una afirmación, no una pregunta.
- 4,50.
Por
primera vez sonrió, en una expresión triunfal. Me dio el importe justo y
se fue a disfrutar de ese ratito de dulzura entre tanta injusticia.
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