Mi vecina se llama Teresa. Es chiquita y
lleva sus 87 años de acá para allá muy despacito. El edificio no tiene
ascensor, así que subir al primer piso le lleva unos veinte minutos.
Jamás acepta ayuda. Ella puede. Lento, pero puede.
Su
balcón es el más florido que vi en mi vida. Tiene flores de todos
colores, algunas que nunca había visto. Unas amarillas con forma de
pelota, unas rosas con pétalos largos, unas violetas que bailan
suavemente con el viento.
Cada tarde, cuando cae el
sol, Teresa sale con una regadera enorme y, con una paciencia todavía
más grande, riega sus plantas. Me saluda y le pregunto por el nombre de
alguna, pero nunca lo puedo retener. No importa si hace frío o cuarenta
grados, ella siempre sale a cuidar sus flores.
Muchas veces me pregunto si es Teresa la que riega sus plantas, o sus plantas las que la riegan a ella.
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