domingo, 31 de octubre de 2010

Última parada

Érase una vez un niño que vivía en un autobús. Claro, qué extraño, en un autobús. Para no parecer un boludo que habla como en los dibujitos, vamos a cambiar "autobús" por "bondi". Retomando, el niño vivía en un bondi, no porque no tuviera casa sino porque su casa era el bondi, allí había nacido y permanecido toooda su vida.

El niño, que según su DNI se llamaba Ernesto, almorzaba los alfajores Guaymallén que te dan en los viajes de larga distancia, por lo que nunca en su vida conoció el verdadero dulce de leche; salvo cuando una señora que viajaba de Chascomús hasta la escala en Ciudadela se olvidó un Tupperware® lleno de dulce de leche artesanal que preparaba su tía. Recién ahí conoció aquel delicioso manjar, que le pareció mucho más copado que los sanguchitos de miga que solía cenar, o el constante olor a orines del baño, que según la leyenda popular vacía el depósito de su inodoro con cada cruce al Riachuelo.

Ernesto solía divertirse contando las rayitas blancas de la ruta, y al cabo de algunos años logró obtener con precisión la cantidad exacta, 45235 de Mar del Plata a Buenos Aires, 39485 de Buenos Aires a Rosario y 768457 de Ushuahia a La Quiaca. Pero lo que más le gustaba a Ernestito era cuando el bondi paraba en alguna terminal, ver el ajetreo, la gente apurada que iba de aquí para allá desesperada por llegar a tiempo, la familia que saluda con una gran sonrisa a la abuela que se vuelve al pueblito (mientras no dejan de pensar "por fin se va esta vieja hinchapelotas"), los grupitos de amigos que se van de joda a otro lugar para salir de la rutina, y los típicos borrachos que se pasan la vida sentados en la barra de los bares de terminal, comparando al River del '86 con el de ahora o criticando la dictadura de Onganía.

A pesar de estar maravillado por el mundo que había del otro lado de las ventanillas, Ernesto tenía un gran miedo a bajarse del bondi, ya que el inherente temor del ser humano a lo desconocido lo paralizaba cada vez que intentaba cruzar la angosta puerta. Se sentía tan seguro, tan cálido, tan contenido por sus asientos con tapizados azul y gris y el continuo gemir del motor, que le resultaba algo imposible salir de allí.

Hasta que un día, cuando el bondi se dirigía a Villa Celina, Ernesto decidió que era momento de abandonar el ómnibus y de una vez por todas formar parte del mundo real, el mundo de afuera. A cada metro que el bondi se acercaba a la terminal, la emoción de Ernesto aumentaba con una proporción de quince mil a uno. Los demás pasajeros ya empezaban a estirar sus piernas, a agarrar sus bolsos, a saborear la comida con la que serían recibidos en sus casas, y a Ernestito, sólo a él, le temblaban las piernas como si estuvieran hechas de una extraña mezcla de gelatina y flan que parecía que nunca iba a detenerse. De pronto, el micro entró a la terminal, y el niño sintió una comezón en el estómago. Esperó a que el micro se detuviera en la plataforma 27, se levantó de su asiento y se pegó a la espalda de una señora bastante gorda que bajaba dificultosamente la escalera llevando un bolso de mano que rebalsaba de ropa.

Y por fin, estuvo afuera. Respiró aire puro por primera vez en su vida, sintió la brisa chocando su cara, y fue parte del mundo de la terminal que veía por la ventanilla, de la gente que hablaba ruidosamente y miraba el reloj a cada momento.

De repente, oyó un ruido que le resultó familiar. Miró hacia atrás, y vio sin tiempo de reaccionar las enceguecientes luces del colectivo que lo estaba atropellando, mientras el descuidado conductor se peinaba mirandosé en el espejo.

Con esta paradoja concluyó la vida de Ernesto, siempre girando en torno a los bondis.



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