miércoles, 7 de agosto de 2019

El dolor lejos de casa. Parte II: Perdido en las calles de Hong Kong

Al día siguiente amanecí con lo que en aquel momento denominé "resaca del dolor". Una especie de molestia que decía presente y se esforzaba en no dejarme olvidar lo que había sufrido. Un recordatorio de que el dolor podría volver en cualquier momento.

Me compré unas galletitas "digestivas" en el supermercado y salí a pasear. Estar acostado en ese hostel me parecía una tortura, pero estar parado no era mucho mejor. Masticando muy despacito, logré comer tres galletitas en una hora mientras paseaba por las inmediaciones de Nathan Road, una avenida enorme y caótica que es la columna vertebral de la península de Kowloon.

Las ganas de vomitar me atacaron de nuevo y me metí al baño de un shopping. Pese a lo horrible de la situación, no pude dejar de notar la música que salía de los parlantes ubicados sobre cada inodoro, un pop que me hacía acordar al supermercado chino de mi barrio.

Nunca tuve la habilidad de inducirme el vómito y parecía que esta vez era sólo una sensación, así que salí de ese gigantesco centro comercial. Entré a una farmacia tradicional china, donde le expliqué más o menos mis síntomas al empleado y me vendió unas pastillas que según la caja estaban hechas de "preciosos materiales medicinales chinos". Tomé un par, de un intenso gusto a menta, pero no tuvieron ningún efecto.

Esa tarde el dolor me dio una tregua y me dejó recorrer un poco más este lugar tan loco, de clara tradición china pero donde el colonialismo inglés se ve en cada esquina. No quería bajar la guardia, aunque mi mente se empezaba a relajar. Antes de llegar al hostel me compré un pan lactal para que hiciera las veces de cena, junto a esas galletitas que todavía tenía desde más temprano. Aunque me moría de ganas de comer en esos bolichitos chinos bien locales que ni siquiera tenían el menú en inglés, me daba pavor la idea de comer algo más elaborado. Ya habría tiempo, pensé.
Pero mi abdomen (digo así porque todavía no sabía si era estómago, hígado, intestinos o qué) volvió a la carga. Un dolor espantoso y de nuevo las ganas de vomitar. Esta vez pude, aunque sin mucha consistencia. Claro, si estaba casi sin comer.

En mi habitación había un inglés cincuentón, que daba clases de su idioma en el sur de China y estaba en Hong Kong para renovar su visa. Le conté lo que me pasaba y le supliqué que me acompañara a un hospital. No podía seguir así, quería que me abrieran y me sacaran lo que fuera que tenía. Googleó y había uno a unas pocas cuadras. Arrancamos despacito.

Llegamos al hospital, completamente atiborrado. Encima, ver a todos en la sala de espera con barbijo constituía una imagen aún más apocalíptica. En la ventanilla me preguntaron si era ciudadano hongkonés. Ante mi respuesta negativa, me dijo que tenía que pagar 200 dólares, sólo para ser visto por un médico. Después, seguiría pagando en base a lo que me hicieran. Ah, además, una hora de espera.

No era para nada lo que tenía en mente, así que le agradecí al inglés pero le dije que volvíamos al hostel. Tras una lenta caminata, cuando llegamos me puso en contacto con otro huésped, un neurobiólogo húngaro que por alguna razón andaba lleno de pastillas. Me dio un par de comprimidos de lansoprazol y unos de tramadol ("con esto vas a dormir como un bebé", me dijo). También esbozó una explicación de qué era lo que podía tener, pero yo estaba demasiado dolorido para entender. Me empastillé y a dormir.

El húngaro tenía razón. Logré pasar la noche sin dolor, pero el recuerdo de esa sensación espantosa (el día anterior la intensidad del dolor se había al menos duplicado) me convenció de que no podía seguir sin un seguro médico. Empecé a averiguar por internet precios y recomendaciones. El problema de sacar un seguro cuando ya estás de viaje es que no se activa instantáneamente, para que ningún piola lo compre doblado de agonía en una sala de espera en Hong Kong y quiera usarlo en el momento. Una vez que lo contratara, debía esperar siete días para poder darle uso. Creí que si podía mantenerme siete días alejado del dolor, iba a andar bien. Lo compré.

A partir de allí, obviamente, el dolor desapareció. Seguí recorriendo Kowloon y la isla de Hong Kong sin problemas, viviendo a pan, galletitas y agua. Lo más loco que hice, gastronómicamente hablando, fue ir con Ken, un local que conocí por Couchsurfing, a comer a un restorán bien típico (sin menúes en inglés, como quería yo). Sólo probé congee, una sopa de arroz, en este caso sin ningún otro ingrediente, por las dudas.

No sin decepción por no haber podido disfrutar más de mi estadía ni haber comido más platos locales, sobreviví a mi estadía en Hong Kong. Se venía mi encuentro en Indonesia con mi hermana y ya podía saborear esos alfajores Jorgito que le había encargado y que tanto extrañaba.

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