Al día siguiente amanecí con lo que en aquel momento denominé "resaca
del dolor". Una especie de molestia que decía presente y se esforzaba
en no dejarme olvidar lo que había sufrido. Un recordatorio de que el
dolor podría volver en cualquier momento.
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Me compré unas
galletitas "digestivas" en el supermercado y salí a pasear. Estar
acostado en ese hostel me parecía una tortura, pero estar parado no era
mucho mejor. Masticando muy despacito, logré comer tres galletitas en
una hora mientras paseaba por las inmediaciones de Nathan Road, una
avenida enorme y caótica que es la columna vertebral de la península de
Kowloon.
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Las ganas de vomitar me atacaron de nuevo y me metí
al baño de un shopping. Pese a lo horrible de la situación, no pude
dejar de notar la música que salía de los parlantes ubicados sobre cada
inodoro, un pop que me hacía acordar al supermercado chino de mi barrio.
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Nunca tuve la habilidad de inducirme el vómito y parecía que esta vez
era sólo una sensación, así que salí de ese gigantesco centro comercial.
Entré a una farmacia tradicional china, donde le expliqué más o menos
mis síntomas al empleado y me vendió unas pastillas que según la caja
estaban hechas de "preciosos materiales medicinales chinos". Tomé un
par, de un intenso gusto a menta, pero no tuvieron ningún efecto.
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Esa tarde el dolor me dio una tregua y me dejó recorrer un poco más
este lugar tan loco, de clara tradición china pero donde el colonialismo
inglés se ve en cada esquina. No quería bajar la guardia, aunque mi
mente se empezaba a relajar. Antes de llegar al hostel me compré un pan
lactal para que hiciera las veces de cena, junto a esas galletitas que
todavía tenía desde más temprano. Aunque me moría de ganas de comer en
esos bolichitos chinos bien locales que ni siquiera tenían el menú en
inglés, me daba pavor la idea de comer algo más elaborado. Ya habría
tiempo, pensé.
Pero mi abdomen (digo así porque todavía no sabía
si era estómago, hígado, intestinos o qué) volvió a la carga. Un dolor
espantoso y de nuevo las ganas de vomitar. Esta vez pude, aunque sin
mucha consistencia. Claro, si estaba casi sin comer.
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En mi
habitación había un inglés cincuentón, que daba clases de su idioma en
el sur de China y estaba en Hong Kong para renovar su visa. Le conté lo
que me pasaba y le supliqué que me acompañara a un hospital. No podía
seguir así, quería que me abrieran y me sacaran lo que fuera que tenía.
Googleó y había uno a unas pocas cuadras. Arrancamos despacito.
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Llegamos al hospital, completamente atiborrado. Encima, ver a todos en
la sala de espera con barbijo constituía una imagen aún más
apocalíptica. En la ventanilla me preguntaron si era ciudadano
hongkonés. Ante mi respuesta negativa, me dijo que tenía que pagar 200
dólares, sólo para ser visto por un médico. Después, seguiría pagando en
base a lo que me hicieran. Ah, además, una hora de espera.
No
era para nada lo que tenía en mente, así que le agradecí al inglés pero
le dije que volvíamos al hostel. Tras una lenta caminata, cuando
llegamos me puso en contacto con otro huésped, un neurobiólogo húngaro
que por alguna razón andaba lleno de pastillas. Me dio un par de
comprimidos de lansoprazol y unos de tramadol ("con esto vas a dormir
como un bebé", me dijo). También esbozó una explicación de qué era lo
que podía tener, pero yo estaba demasiado dolorido para entender. Me
empastillé y a dormir.
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El húngaro tenía razón. Logré pasar la
noche sin dolor, pero el recuerdo de esa sensación espantosa (el día
anterior la intensidad del dolor se había al menos duplicado) me
convenció de que no podía seguir sin un seguro médico. Empecé a
averiguar por internet precios y recomendaciones. El problema de sacar
un seguro cuando ya estás de viaje es que no se activa instantáneamente,
para que ningún piola lo compre doblado de agonía en una sala de espera
en Hong Kong y quiera usarlo en el momento. Una vez que lo contratara,
debía esperar siete días para poder darle uso. Creí que si podía
mantenerme siete días alejado del dolor, iba a andar bien. Lo compré.
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A partir de allí, obviamente, el dolor desapareció. Seguí recorriendo
Kowloon y la isla de Hong Kong sin problemas, viviendo a pan, galletitas
y agua. Lo más loco que hice, gastronómicamente hablando, fue ir con
Ken, un local que conocí por Couchsurfing, a comer a un restorán bien
típico (sin menúes en inglés, como quería yo). Sólo probé congee, una
sopa de arroz, en este caso sin ningún otro ingrediente, por las dudas.
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No sin decepción por no haber podido disfrutar más de mi estadía ni
haber comido más platos locales, sobreviví a mi estadía en Hong Kong. Se
venía mi encuentro en Indonesia con mi hermana y ya podía saborear esos
alfajores Jorgito que le había encargado y que tanto extrañaba.
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