jueves, 8 de agosto de 2019

El dolor lejos de casa. Parte III: Los hospitales no son como en las series

Llegué a Jakarta sin un ápice de dolor. Ya era cosa del pasado. Unos días más de cuidarme y podría volver al desorden alimenticio de siempre. ¿Cómo? ¿No había aprendido nada de lo que pasó? Parecía que todavía no.

Mientras esperaba a que llegara mi hermana, di unas vueltas por el aeropuerto. Caras nuevas, olores nuevos, sonidos nuevos. La aventura del viaje que continuaba. Me di cuenta de que ya pensaba otra vez en cuál sería el próximo destino, en lugar de tener como único horizonte pasar la noche sin dolor. ¿Qué vendría luego? ¿Malasia? ¿Singapur? ¿Vietnam? ¿En qué orden? Empezaba a calmarme.

Mi hermana bajó del avión y nos dimos ese abrazo contenido durante un año. Después, todo fue normal: risas, peleas, burlas, más abrazos y mandarle selfies a mi viejo en cada lugar donde estuviéramos. Paseamos por la isla de Java y cruzamos a Bali, donde el entorno musulmán cambia y le deja su lugar al mundo hindú. Tras unos días en el Norte, bajamos a Kuta, esa especie de Gualeguaychú o Las Vegas donde la juventud australiana va a desenfrenarse un rato.

Esa primera noche, de la nada, volvió el dolor. Bueno, no sé si de la nada: había comido algún que otro Jorgito, habíamos compartido una cerveza o dos. Nada de otro mundo, pero quizá debería haber esperado un poco más. No sé. Ya no importa.

El dolor no era tan fuerte como había sido en Hong Kong cuando le pedí al inglés que me acompañara al hospital, pero se hacía sentir y necesitaba hacer algo. Ya tenía el seguro activado así que era momento de darle uso.

Tenía un chip indonesio sólo con datos y no había forma de llamar a ese número internacional que te dan. Así que estuve cerca de cuarenta y cinco minutos comunicándome por Whatsapp con alguien que, desde Miami, gestionaba mi visita a un hospital en Kuta, a través de una proveedora de servicios médicos con sede en El Cairo. La globalización. Todo esto mientras seguía dando pequeños saltitos en cuclillas para mitigar el dolor y mi hermana preparaba las mochilas en caso de que tuviéramos que mover.

Finalmente, mi nuevo amigo de Miami me confirmó que me estarían esperando en la guardia del Siloam Hospital. Pedimos un Grab, el Uber del sudeste asiático, y fuimos.

Efectivamente me estaban esperando: tenían una hojita con mi nombre y los síntomas y enseguida arrancamos con los chequeos. El hospital era muy lujoso, pulcro y lleno de alta tecnología. Todo el personal hablaba en inglés. Rápidamente vi que no había pacientes locales, o sea que todo estaba montado para los turistas. ¿A dónde irían los balineses enfermos?

Mis síntomas, además del fuerte dolor abdominal, se basaban en colores: ojos amarillos, pis naranja, caca blanca. Ciertamente mi hígado estaba acusando recibo de años de maltrato, pero necesitábamos saber más. Acá, con los nombres de las pruebas, tuve un repaso obligado por el inglés que aprendí mirando Dr. House y Grey's Anatomy. De alguna forma todo me sonaba familiar.

Pero pronto descubrí las diferencias entre la realidad y la ficción. Cuando en esas series hacen una resonancia magnética, la escena dura un minuto y consiste en la charla de dos médicos sobre sus vidas personales mientras el paciente está adentro de un tubo. Acá, estuve encerrado poco más de una hora sin poder moverme mientras escaneaban mi abdomen en busca de qué era lo que andaba mal.

Tras varios de esos análisis, llegó la respuesta. Colecistitis. En criollo: inflamación de la vesícula biliar. Para nosotros: piedras en la vesícula.

- Te vamos a tener que internar para operarte y sacártela, no te preocupes, es una intervención re sencilla y de acá te vas caminando.

La vesícula es un pequeño órgano junto al hígado que guarda la bilis que este produce, cosa de que esté lista para metabolizar las grasas que comemos. Si te la extraen, se puede vivir normalmente, pero es probable que un atracón de comida grasa te haga sentir una pesadez más fuerte que la normal.

No estaba muy en condiciones de negarme a la cirugía, así que acepté mientras mi hermana, para completar el papeleo, esgrimía con valentía un inglés que ni ella tenía idea de que sabía.

Casi al mismo tiempo llegaron nuevas noticias. Malas.

- Hablamos con tu seguro médico y no se van a hacer cargo de la operación. Te dejo este papel con el precio de la cirugía, miralo y después nos decís si la hacemos o no.

¿Cómo? Esperá. ¿Ese seguro médico que contraté desde Hong Kong, doblado en la cama de un hostel horrendo, para que me diera una mano cuando volviera el dolor, ahora me está dejando tirado en un hospital carísimo en Indonesia? Entré a la página, revisé la letra chica de la letra chica y ahí estaba. Hay un apartado de patologías no cubiertas por el seguro. ¿La primera de la lista? Colecistitis.

Bueno, no se las iba a poder pelear mucho ahí. Miramos la cuenta, que estaba en rupias. Un montón de dígitos. Lo convertimos a dólares para poder entenderlo. Por las dudas repetimos el cálculo una, dos, tres veces. Pero el resultado seguía siendo inentendible: quince mil dólares.

¿De dónde iba a sacar esa guita? Todos los destinos de viaje que venía maquinando morían en ese papel. Hice un listado mental de quince personas que podrían prestarme mil dólares. Una locura, ¿quién tiene esa suma ociosa a la espera de que un amigo, pariente (o en algunos casos poco más que conocido) necesite operarse en Indonesia?

Les planteé que era imposible y que no tenía ese dinero. Me ofrecieron una alternativa más barata: en vez de la cirugía laparoscópica, poco invasiva y de rápida recuperación que me habían planteado en un comienzo, me propusieron abrirme el abdomen como un sapo al estilo vieja escuela, con una cicatriz inmensa y una recuperación lenta y dolorosa. Todo eso a sólo doce mil dólares. El panorama se ponía cada vez peor.

Encima, el doctor Adi, el cirujano, repetía cada tanto la misma sentencia: "Hay que tomar una decisión rápido porque eso ahí es una bomba de tiempo".

Hasta que se me prendió la lamparita y le pregunté:
- ¿Y si viajo a Argentina y me opero allá?

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