Llegué a Jakarta sin un ápice de dolor. Ya era cosa del pasado. Unos
días más de cuidarme y podría volver al desorden alimenticio de siempre.
¿Cómo? ¿No había aprendido nada de lo que pasó? Parecía que todavía no.
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Mientras esperaba a que llegara mi hermana, di unas vueltas por el
aeropuerto. Caras nuevas, olores nuevos, sonidos nuevos. La aventura del
viaje que continuaba. Me di cuenta de que ya pensaba otra vez en cuál
sería el próximo destino, en lugar de tener como único horizonte pasar
la noche sin dolor. ¿Qué vendría luego? ¿Malasia? ¿Singapur? ¿Vietnam?
¿En qué orden? Empezaba a calmarme.
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Mi hermana bajó del avión y
nos dimos ese abrazo contenido durante un año. Después, todo fue
normal: risas, peleas, burlas, más abrazos y mandarle selfies a mi viejo
en cada lugar donde estuviéramos. Paseamos por la isla de Java y
cruzamos a Bali, donde el entorno musulmán cambia y le deja su lugar al
mundo hindú. Tras unos días en el Norte, bajamos a Kuta, esa especie de
Gualeguaychú o Las Vegas donde la juventud australiana va a
desenfrenarse un rato.
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Esa primera noche, de la nada, volvió
el dolor. Bueno, no sé si de la nada: había comido algún que otro
Jorgito, habíamos compartido una cerveza o dos. Nada de otro mundo, pero
quizá debería haber esperado un poco más. No sé. Ya no importa.
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El dolor no era tan fuerte como había sido en Hong Kong cuando le pedí
al inglés que me acompañara al hospital, pero se hacía sentir y
necesitaba hacer algo. Ya tenía el seguro activado así que era momento
de darle uso.
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Tenía un chip indonesio sólo con datos y no
había forma de llamar a ese número internacional que te dan. Así que
estuve cerca de cuarenta y cinco minutos comunicándome por Whatsapp con
alguien que, desde Miami, gestionaba mi visita a un hospital en Kuta, a
través de una proveedora de servicios médicos con sede en El Cairo. La
globalización. Todo esto mientras seguía dando pequeños saltitos en
cuclillas para mitigar el dolor y mi hermana preparaba las mochilas en
caso de que tuviéramos que mover.
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Finalmente, mi nuevo amigo
de Miami me confirmó que me estarían esperando en la guardia del Siloam
Hospital. Pedimos un Grab, el Uber del sudeste asiático, y fuimos.
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Efectivamente me estaban esperando: tenían una hojita con mi nombre y
los síntomas y enseguida arrancamos con los chequeos. El hospital era
muy lujoso, pulcro y lleno de alta tecnología. Todo el personal hablaba
en inglés. Rápidamente vi que no había pacientes locales, o sea que todo
estaba montado para los turistas. ¿A dónde irían los balineses
enfermos?
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Mis síntomas, además del fuerte dolor abdominal, se
basaban en colores: ojos amarillos, pis naranja, caca blanca.
Ciertamente mi hígado estaba acusando recibo de años de maltrato, pero
necesitábamos saber más. Acá, con los nombres de las pruebas, tuve un
repaso obligado por el inglés que aprendí mirando Dr. House y Grey's
Anatomy. De alguna forma todo me sonaba familiar.
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Pero pronto
descubrí las diferencias entre la realidad y la ficción. Cuando en esas
series hacen una resonancia magnética, la escena dura un minuto y
consiste en la charla de dos médicos sobre sus vidas personales mientras
el paciente está adentro de un tubo. Acá, estuve encerrado poco más de
una hora sin poder moverme mientras escaneaban mi abdomen en busca de
qué era lo que andaba mal.
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Tras varios de esos análisis, llegó
la respuesta. Colecistitis. En criollo: inflamación de la vesícula
biliar. Para nosotros: piedras en la vesícula.
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- Te vamos a
tener que internar para operarte y sacártela, no te preocupes, es una
intervención re sencilla y de acá te vas caminando.
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La
vesícula es un pequeño órgano junto al hígado que guarda la bilis que
este produce, cosa de que esté lista para metabolizar las grasas que
comemos. Si te la extraen, se puede vivir normalmente, pero es probable
que un atracón de comida grasa te haga sentir una pesadez más fuerte que
la normal.
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No estaba muy en condiciones de negarme a la
cirugía, así que acepté mientras mi hermana, para completar el papeleo,
esgrimía con valentía un inglés que ni ella tenía idea de que sabía.
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Casi al mismo tiempo llegaron nuevas noticias. Malas.
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- Hablamos con tu seguro médico y no se van a hacer cargo de la
operación. Te dejo este papel con el precio de la cirugía, miralo y
después nos decís si la hacemos o no.
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¿Cómo? Esperá. ¿Ese
seguro médico que contraté desde Hong Kong, doblado en la cama de un
hostel horrendo, para que me diera una mano cuando volviera el dolor,
ahora me está dejando tirado en un hospital carísimo en Indonesia? Entré
a la página, revisé la letra chica de la letra chica y ahí estaba. Hay
un apartado de patologías no cubiertas por el seguro. ¿La primera de la
lista? Colecistitis.
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Bueno, no se las iba a poder pelear mucho
ahí. Miramos la cuenta, que estaba en rupias. Un montón de dígitos. Lo
convertimos a dólares para poder entenderlo. Por las dudas repetimos el
cálculo una, dos, tres veces. Pero el resultado seguía siendo
inentendible: quince mil dólares.
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¿De dónde iba a sacar esa
guita? Todos los destinos de viaje que venía maquinando morían en ese
papel. Hice un listado mental de quince personas que podrían prestarme
mil dólares. Una locura, ¿quién tiene esa suma ociosa a la espera de que
un amigo, pariente (o en algunos casos poco más que conocido) necesite
operarse en Indonesia?
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Les planteé que era imposible y que no
tenía ese dinero. Me ofrecieron una alternativa más barata: en vez de la
cirugía laparoscópica, poco invasiva y de rápida recuperación que me
habían planteado en un comienzo, me propusieron abrirme el abdomen como
un sapo al estilo vieja escuela, con una cicatriz inmensa y una
recuperación lenta y dolorosa. Todo eso a sólo doce mil dólares. El
panorama se ponía cada vez peor.
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Encima, el doctor Adi, el
cirujano, repetía cada tanto la misma sentencia: "Hay que tomar una
decisión rápido porque eso ahí es una bomba de tiempo".
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Hasta que se me prendió la lamparita y le pregunté:
- ¿Y si viajo a Argentina y me opero allá?
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