El cirujano abrió los ojos con incredulidad cuando le expliqué que en
Argentina podía operarme gratis. Convencido ya de que yo no estaba en
condiciones de pagar la cirugía en ese lujoso hospital indonesio, me
dijo que sí, que era posible, pero que debíamos dejar pasar unos días
para que todo se desinflamara y ahí sí me daría luz verde para volar a
casa.
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Me dieron el alta del hospital un martes y un turno con
el doctor Adi el viernes para la decisión final. Me entregaron en
comprimidos las mismas drogas que me estaban pasando por intravenosa. Un
cóctel de tres o cuatro pastillas varias veces al día.
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Hago
el esfuerzo, pero no puedo recordar qué hice durante esos cuatro días
entre el alta y la última visita al cirujano para que me autorizara a
viajar. Volvimos a un hostel, sí. Mi hermana tenía vuelo de regreso a
Argentina para el jueves y yo no quería que lo cambiara. Ya demasiado
heroico había sido todo lo hecho y ya bastante le había arruinado sus
vacaciones, así que estuve con ella hasta que se fue. El último día, una
amiga que de casualidad estaba por acá me vino a acompañar un rato en
la espera. Lo único que recuerdo que hacía era salir a pasear o estar
sentado, mientras trataba de hacer fuerza con mi mente para desinflamar
la vesícula.
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Tal vez funcionó, porque el viernes el doctor Adi
me firmó un papel donde me autorizaba a viajar y avalaba que subiera al
avión con drogas como para un batallón. Saqué pasaje para el día
siguiente pero no había tiempo para pedir comida especial, por ser
demasiado sobre la hora. Así que tendría que sobrevivir a base de
galletitas de agua las treinta horas de mi periplo entre el aeropuerto
de Denpasar, en Bali, hasta Ezeiza, con escala de un rato en Dubai.
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Entre el sueño de los calmantes y las galletitas de agua, el vuelo pasó
rapidísimo. Y me dejó la sensación de que a partir de ahí ningún
recorrido en avión me parecería largo.
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Ya en Argentina, tenía
que resolver la cuestión de la operación. Sin laburo ni obra social, la
respuesta estaba en la salud pública, aunque sabía que era un
interlocutor que podía tomarse un tiempo largo en contestar.
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Hasta que me acordé: mi amigo El cabezón está haciendo la residencia en
un hospital de la ciudad. Le conté mi problema y rápidamente me puso en
contacto con un cirujano amigo suyo, Pato. Él miró todos mis estudios,
repetimos algunos y consideró que todavía no estaba en condiciones de
operarme, porque todo seguía inflamado. A seguir esperando.
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Vendrían para mí largas semanas de comida sin grasas, pan y mucho, mucho
mate. Mi viejo se puso el traje de cocinero y se mandó tremendos platos
para que no padeciera la espera. De haber estado sólo en mis manos,
habría vivido a arroz y fideos blancos.
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Por primera vez en
años tomé té y me sentí el Mario Santos de esta década mientras
degustaba mi Earl Grey. Moría por unos alfajores, café, birra, fiambre,
chocolate... pero me la banqué y estuve concentrado al mil por ciento en
comer bien y darle poco trabajo a mis vísceras.
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Un mes y
medio después de mi regreso a Ezeiza, Pato me dijo que ya se podía
operar. Para acortar los tiempos haríamos la operación por la guardia,
aunque me dijo que si caía un herido de bala o arma blanca lo mío debía
esperar.
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Parece que no hubo trifulcas violentas esa noche, así
que fuimos al quirófano. A falta de batas, me llevaron a la primera
cirugía de mi vida envuelto en una sábana, como si fuera un senador
romano. Ya acostado en la mesa, me pusieron la máscara con la anestesia y
me hicieron hacer una cuenta regresiva desde diez. Pensaba que eso
pasaba sólo en las películas. Lo último que recuerdo es haber preguntado
si me podía llevar la vesícula a mi casa. Ni idea cuál fue la
respuesta, pero lo cierto es que al final no me la llevé.
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Un
par de horas después ya estaba de nuevo en la habitación, que no estaba
tan mal. Casi ni entraba chiflete por la ventana, que a falta de
picaporte se mantenía cerrada con un cordón de zapatilla. Me tuve que
quedar esa noche por las dudas, aunque quizá, más que por eso, fue
porque no había ningún médico dando vueltas como para darme el alta.
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Al día siguiente volví a casa y, aunque enseguida me sacaron los
puntos, estuve varias semanas a dieta y reincorporando muy de a poquito
las grasas en mi vida. Esos primeros bocados de napolitana de El
Cuartito tuvieron el sabor maravilloso que sólo puede darle una espera
paciente, sabiendo que si hacía las cosas bien y me recuperaba
correctamente iba a poder paladearla pronto una vez más.
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Honestamente, nunca tuve miedo por la operación, sino ansiedad por
terminar con el asunto cuanto antes y poder pasar la página. Además, la
alegría de haber zafado de pagar quince mil dólares en esta aventura a
través de tres continentes y pasando muchísimo dolor. Ahora, mirando
hacia atrás, me quedo pensando en que a veces tienen que pasarnos cosas
así para descubrir lo lindo de estar en casa otra vez.
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