viernes, 9 de agosto de 2019

El dolor lejos de casa. Parte IV: Veinte mil kilómetros de piedras en la vesícula

El cirujano abrió los ojos con incredulidad cuando le expliqué que en Argentina podía operarme gratis. Convencido ya de que yo no estaba en condiciones de pagar la cirugía en ese lujoso hospital indonesio, me dijo que sí, que era posible, pero que debíamos dejar pasar unos días para que todo se desinflamara y ahí sí me daría luz verde para volar a casa.

Me dieron el alta del hospital un martes y un turno con el doctor Adi el viernes para la decisión final. Me entregaron en comprimidos las mismas drogas que me estaban pasando por intravenosa. Un cóctel de tres o cuatro pastillas varias veces al día.

Hago el esfuerzo, pero no puedo recordar qué hice durante esos cuatro días entre el alta y la última visita al cirujano para que me autorizara a viajar. Volvimos a un hostel, sí. Mi hermana tenía vuelo de regreso a Argentina para el jueves y yo no quería que lo cambiara. Ya demasiado heroico había sido todo lo hecho y ya bastante le había arruinado sus vacaciones, así que estuve con ella hasta que se fue. El último día, una amiga que de casualidad estaba por acá me vino a acompañar un rato en la espera. Lo único que recuerdo que hacía era salir a pasear o estar sentado, mientras trataba de hacer fuerza con mi mente para desinflamar la vesícula.

Tal vez funcionó, porque el viernes el doctor Adi me firmó un papel donde me autorizaba a viajar y avalaba que subiera al avión con drogas como para un batallón. Saqué pasaje para el día siguiente pero no había tiempo para pedir comida especial, por ser demasiado sobre la hora. Así que tendría que sobrevivir a base de galletitas de agua las treinta horas de mi periplo entre el aeropuerto de Denpasar, en Bali, hasta Ezeiza, con escala de un rato en Dubai.

Entre el sueño de los calmantes y las galletitas de agua, el vuelo pasó rapidísimo. Y me dejó la sensación de que a partir de ahí ningún recorrido en avión me parecería largo.

Ya en Argentina, tenía que resolver la cuestión de la operación. Sin laburo ni obra social, la respuesta estaba en la salud pública, aunque sabía que era un interlocutor que podía tomarse un tiempo largo en contestar.

Hasta que me acordé: mi amigo El cabezón está haciendo la residencia en un hospital de la ciudad. Le conté mi problema y rápidamente me puso en contacto con un cirujano amigo suyo, Pato. Él miró todos mis estudios, repetimos algunos y consideró que todavía no estaba en condiciones de operarme, porque todo seguía inflamado. A seguir esperando.

Vendrían para mí largas semanas de comida sin grasas, pan y mucho, mucho mate. Mi viejo se puso el traje de cocinero y se mandó tremendos platos para que no padeciera la espera. De haber estado sólo en mis manos, habría vivido a arroz y fideos blancos.

Por primera vez en años tomé té y me sentí el Mario Santos de esta década mientras degustaba mi Earl Grey. Moría por unos alfajores, café, birra, fiambre, chocolate... pero me la banqué y estuve concentrado al mil por ciento en comer bien y darle poco trabajo a mis vísceras.

Un mes y medio después de mi regreso a Ezeiza, Pato me dijo que ya se podía operar. Para acortar los tiempos haríamos la operación por la guardia, aunque me dijo que si caía un herido de bala o arma blanca lo mío debía esperar.

Parece que no hubo trifulcas violentas esa noche, así que fuimos al quirófano. A falta de batas, me llevaron a la primera cirugía de mi vida envuelto en una sábana, como si fuera un senador romano. Ya acostado en la mesa, me pusieron la máscara con la anestesia y me hicieron hacer una cuenta regresiva desde diez. Pensaba que eso pasaba sólo en las películas. Lo último que recuerdo es haber preguntado si me podía llevar la vesícula a mi casa. Ni idea cuál fue la respuesta, pero lo cierto es que al final no me la llevé.

Un par de horas después ya estaba de nuevo en la habitación, que no estaba tan mal. Casi ni entraba chiflete por la ventana, que a falta de picaporte se mantenía cerrada con un cordón de zapatilla. Me tuve que quedar esa noche por las dudas, aunque quizá, más que por eso, fue porque no había ningún médico dando vueltas como para darme el alta.

Al día siguiente volví a casa y, aunque enseguida me sacaron los puntos, estuve varias semanas a dieta y reincorporando muy de a poquito las grasas en mi vida. Esos primeros bocados de napolitana de El Cuartito tuvieron el sabor maravilloso que sólo puede darle una espera paciente, sabiendo que si hacía las cosas bien y me recuperaba correctamente iba a poder paladearla pronto una vez más.

Honestamente, nunca tuve miedo por la operación, sino ansiedad por terminar con el asunto cuanto antes y poder pasar la página. Además, la alegría de haber zafado de pagar quince mil dólares en esta aventura a través de tres continentes y pasando muchísimo dolor. Ahora, mirando hacia atrás, me quedo pensando en que a veces tienen que pasarnos cosas así para descubrir lo lindo de estar en casa otra vez.

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