jueves, 14 de marzo de 2019

Todo mi amor

Lo bueno de esta oficina es que puedo manejar un poco los horarios. Entonces, salgo a comer a las dos de la tarde en vez de a la una, que es cuando sale la mayoría de los que laburan por acá. Parece una pavada, sólo una hora de diferencia, pero se nota.
Puedo caminar más tranquilo por estas calles de microcentro que, apenas un rato atrás, rebalsaban de oficinistas ávidos de comprar su comida en bandejitas por peso o sentarse a almorzar en algún lugar. Fumar un pucho, quizás, aunque ya la gente fuma menos que hace unos años. Sobre todo en invierno.
Calles llenas de oficinistas de levante o desesperados por sacarle el cuero al jefe y descargar la bronca que acumularon durante toda la mañana. Con ganas de contar lo que hicieron el fin de semana o de planear el próximo.
Sin embargo, cuando salís a comer a las dos de la tarde, el paisaje cambia. No queda desierto, claro, pero el ritmo afloja y se pueden hacer caminatas más contemplativas y dejarse llevar por los pensamientos. Todo esto, sin ser chocado de frente por uno que va a toda velocidad, porque se tomó la hora de almuerzo para hacer trámites y no le alcanzó el tiempo para volver a laburar.
Aunque contengan cosas horribles, como bancos o financieras, los edificios del microcentro son hermosos y merecen ser vistos. Así me gusta pasar los mediodías de oficina, caminando y mirando hacia arriba mientras mi cuello roza la tortícolis e intento apreciar los detalles tan de principios del siglo pasado.
¿Puedo adivinar los estilos de las construcciones? ¿Beaux arts? ¿Neoclasicismo? ¿Italianizante? Ante la duda, la respuesta siempre es eclecticismo.
En eso estaba aquel día fresco y nublado cuando una melodía conocida me sacó de mi vagabundeo mental. Dos muchachos con elegantes sombreros entonaban y le sacaban a sus guitarras las melodías de All My Loving, de Los Beatles. Tu canción favorita, esa que cantabas cuando hacíamos día de limpieza en casa y vos trapeabas el living mientras yo me encargaba del baño.
Extrañé de pronto esa cotidianidad, ese día a día en el que compartíamos cosas que podrían parecer intrascendentes, pero también era donde soñábamos nuestros proyectos, nuestros viajes, nuestra vida.
Creía que ya era un tema cerrado para mí, pero me agarró un nudo en la garganta al recordar la tarde en la que me dijiste que ya no querías nada de todo eso. Que para vos era momento de otra cosa, de vivir otras experiencias. De volar.
También se me vino a la cabeza cuánto admirabas a los músicos callejeros. ¿Eso sería esa otra cosa que buscabas? ¿Darle rienda suelta a la fuerza artística que te llenaba el pecho? Los escuchabas desde la empatía, desde ser un par... no había día en el que no les dieras unos mangos a los que tocan la guitarra en el tren, a los que cantan en las calles del centro, a los saxofonistas del subte.
Con el nudo todavía cerrando mi garganta y los ojos húmedos, saqué un par de billetes para dejarles a los pibes en el estuche de la guitarra. ¿Les habrías dado algo vos ya? Ni sabía si seguías laburando en esa empresa a un par de cuadras de ahí. Me di cuenta de que en todo este tiempo nunca nos cruzamos, tal vez porque yo siempre salgo a comer a las dos.
Terminaron All My Loving y un puñado de personas aplaudió. Me acerqué y arrojé suavemente los billetes en el estuche, con todo mi amor. Pero no era para ellos; todo mi amor sigue siendo para vos.

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