jueves, 16 de julio de 2020

Ventana

Siempre me acuerdo de las cosas. Como un Ireneo Funes del margen derecho, es mi gracia, mi superpoder. Algunas personas son buenas con los números, otras aguantan mucho tiempo abajo del agua, otras hacen origami.
 
Yo, en cambio, me acuerdo. Puedo reconocer por la calle a un compañero de salita verde que jamás volví a ver. Retengo para siempre una anécdota que me cuenten, la formación de Boca campeón de la Libertadores 2003, qué bondi me deja en el Coliseo.
 
Todo comenzó con mi abuela, la gran fomentadora del desarrollo de mi memoria. Ella me dijo que siempre recordara tomar la sopa empezando por los bordes, porque ahí estaba más fría. Me enseñó las letras y cómo suenan cuando van juntas.
 
También me contó que cuando era chiquita y vivía en el campo, en el colegio le habían hecho dibujar la bandera. Pero como no tenía lápiz de color celeste, la pintó de violeta, y la maestra la retó a los gritos adelante de todos. Nunca olvidé la anécdota.
 
Hoy en día, aunque sea pleno invierno y entre chiflete por abajo de la puerta de mi cuarto, duermo descalzo. "Si dormís con medias te van a salir sabañones", me decía siempre mi abuela.
 
En un mundo capitalista, es una habilidad de dudosa utilidad. Nadie te paga por recordar. No es un don monetizable. Quizá sea más redituable lo contrario si, en vez de matarte, un mafioso bonachón te pensiona de por vida para que olvides cuando viste cómo descargaban esa mercadería. O gente que paga por olvidar, como Joel y Clementine en Eterno resplandor de una mente sin recuerdos.
 
Hace un rato me quemé con la sopa. Mientras puteaba, me di cuenta de que había metido la cuchara justo en el medio del plato, en vez de en el borde. Me parece que de tanto acordarme de cosas me está empezando a fallar la memoria.

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